Un axioma nos brinda el marco. Digamos que a toda revolución le sigue algún tipo de respuesta política. Técnicamente es lo que llamaríamos “reacción”. Pongamos un ejemplo: para el historiador John Lukacs, Chamberlain pensaba y actuaba como un conservador, porque todavía se guiaba por las líneas maestras de un mundo que creía ordenado. Churchill, en cambio, era un reaccionario; menos, seguramente, por sus ideas que por su proceder: su acción se dirigía directamente en contra de las fuerzas totalitarias que emergían en medio de la civilización occidental. Nuestra época dista del periodo de entreguerras, pero sufre también una superposición de movimientos tectónicos: la globalización frente al proteccionismo nacional, el retorno de los nacionalismos frente al empeño pacificador de la Europa de postguerra; la fractura social y el declive demográfico, las olas migratorias y el eclipse de los valores tradicionales; la revolución tecnológica, que transforma el horizonte de oportunidades del hombre, y nuestra forma de relacionarnos con los demás; la geografía de las ciudades de éxito que allana el mundo rural; las nuevas ideologías que definen con un rigor amenazante el nombre de sus enemigos; la pérdida de legitimidad de las instituciones liberales y el final de la era burguesa que coloreó durante siglos el clima moral y estético de Europa…
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