Leo a Ajmátova. Afuera hace frío y llueve con furia. La luz, intermitente, va y viene en la isla. Enciendo unas velas. A esta hora ya sé que caerá la noche antes de que llegue la aurora. Leo a Ajmátova escribir sobre la muerte: la muerte del hijo que la madre quiere narrar en un réquiem deshecho por el dolor. La vejez, la nieve húmeda, el llanto, las colas interminables de madres llorando por sus hijos, de madres apegadas a una esperanza sin horizonte; una esperanza triste de nanas de la cebolla. “¿Y usted puede describir esto?”, le preguntaron una mañana junto a la cárcel. Era otra madre, como ella. Y Anna Ajmátova contestó: “Puedo. Y entonces, algo como una sonrisa resbaló en aquello que una vez había sido su rostro”.
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