Se diría que el arte tiene un componente trinitario, tal vez como la naturaleza humana. El arte lírico del XX, por ejemplo, sería impensable sin ese triángulo femenino formado por Maria Callas –la Divina–, Joan Sutherland –la Stupenda– y nuestra Montserrat Caballé, a la que sus seguidores apodaron justamente la Superba. Si la soprano griega se caracterizaba por la penetración psicológica de su canto, de aliento shakesperiano, y Sutherland pasaba por ser la reina del bel canto gracias a una coloratura perfecta y a la inaudita extensión de su registro agudo, la voz de Caballé miraba continuamente hacia ese más allá que define la belleza pura.
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