Hay una España integradora, civilizada y liberal que contrasta con otra marrullera e inclemente. Se diría que como en cualquier otro país del mundo. La Historia se resume en esa tensión irremediable entre lo bueno y lo pernicioso, lo justo y lo injusto, el servicio al bien común y el deseo de dominio inherente al poder. A día de hoy, la España integradora, civilizada y liberal es la que surge del 78, la que consolida la separación de poderes y se integra con plenas garantías en el espacio de libertades europeo. Pero no es un país que haya surgido de la nada ni que carezca de una grandeza que convive con su tragedia, que es también la nuestra. Ahí están el Prado y la arquitectura popular, los escritores –de Ausiàs March a Cervantes– y la herencia de las tres religiones, el descubrimiento de América y fray Bartolomé de las Casas, la Alhambra y el Monasterio de El Escorial, la modernidad de Jovellanos y los cementerios civiles…
Uno de esos lugares que honran a nuestro país es la Academia de España en Roma, a la que llegamos paseando con mi amigo diplomático destinado en nuestra Embajada. Dentro del convento de San Pietro in Montorio, se levanta, construido por los Reyes Católicos justo en el punto exacto donde según la tradición fue crucificado san Pedro, el Templete de Bramante: un edificio religioso que constituye, aseguran los historiadores del arte, el primer latido de la arquitectura renacentista. Estamos solos a esta hora de la tarde, mientras afuera se celebra una boda y mis hijos corretean por el patio que enclaustra el pequeño monumento. Unas cuantas monedas motean el suelo de la cripta a la que no tenemos acceso. ¿Qué significa el brillo de esas pequeñas monedas –me pregunto–, lanzadas allí como una ofrenda no se sabe si a la cultura, a la historia o a la fe martirial? Quizás no haya nada de eso, sino sólo la compraventa de un derecho sobre el futuro: “estuvimos aquí y volveremos algún día”. Vendría a ser el pago de una señal que pretende domeñar el tiempo, sujetar sus bridas salvajes, las mismas que nos van cuarteando como fango seco azotado por el viento y el sol. A saber. Las reflexiones melancólicas son circulares por naturaleza y aquí, en la Academia, el arte se asienta en el pasado pero mira hacia el futuro. Los becarios que trabajan en esta institución, españoles e iberoamericanos, se someten menos a la tradición que a las últimas tendencias artísticas. Algunas de sus obras cuelgan en las paredes del centro, al igual que las fotografías de muchos de sus residentes. Un viejo piano ennoblece el salón de la casa. Las vistas sobre la ciudad son bellísimas, con el horizonte punteado de cúpulas. A sus pies, alrededor de una escalera serpenteante, el barrio del Trastévere, donde duermen varios gatos. Parece que se nos ha hecho la hora de la siesta; pero no, es el atardecer.
La Academia de España se fundó en 1873, hace ya siglo y medio. La fundó Castelar durante la tumultuosa primera república; el glorioso Valle-Inclán fue uno de sus directores. Como otras instituciones similares, su existencia describe el abismo que separa la civilización de la barbarie, las buenas políticas de las malas. Y nos honra, al igual que lo hacen las bibliotecas públicas, los conservatorios, la pintura antigua, las camisas a medida, los mercados bien surtidos y los cementerios cuidados. “No recordemos las cosas malas”, nos pedía Aristófanes; aunque es bueno que recordemos las cosas buenas. Y la España constitucional que nació en 1978 es, en gran medida, eso: una cosa buena. Como la Academia, que es muy anterior. Y tantas otras instituciones.
Vaya chorrada, tan bien escrito para no decir nada!
Mientras ni el facherio ni la supuesta progresia españolas comprendan que no se puede imponer a nadie el sentimiento de pertenencia a un pueblo ni negarselo al propio, seguimos en la era predemocratica.