La política espectáculo abre un abismo entre la ciudadanía y sus problemas reales. También entre los espasmos sociales inducidos por el bombardeo de la propaganda y las dificultades cotidianas de la gente. Pensemos en las ideologías que construyen espejismos, los cuales rara vez responden a la realidad. Hablando del credo nacionalista, por ejemplo, Yuval Noah Harari se plantea: «¿Puede sufrir en verdad una nación? ¿Tiene ojos, manos, sentidos, afectos y pasiones? Si la pinchan, ¿sangrará? Claro que no». Y apostilla: «Cuando los políticos empiezan a hablar en términos místicos, ¡cuidado! Podrían intentar disfrazar y justificar el sufrimiento real envolviéndolo en palabras altisonantes e incomprensibles. Sea el lector especialmente prudente a propósito de los cuatro vocablos siguientes: sacrificio, eternidad, pureza, redención».
Por supuesto, podríamos añadir unos cuantos más que forman parte del léxico familiar de la política contemporánea; sin ir más lejos, la continua apelación a la maldad propia de la casta o la demonización de un pueblo falso frente a otro verdadero. Las construcciones mentales desfiguran así la fecunda complejidad de lo real; más aún cuando el uso constante de unos símbolos determinados persigue fines tan poco nobles como el enfrentamiento y la división social, o la deslegitimación de las instituciones democráticas. De un modo paradójico, la política espectáculo –trivial, chillona, siempre enfurruñada, de rasgos esperpénticos– suscita las emociones de la ciudadanía a costa de empobrecer la calidad del debate público. Se trata de caricaturizar continuamente al adversario, mofarse de él, ridiculizarlo hasta el punto de negar su humanidad, subir el tono con la arrogancia del chulo de barrio, buscar las palmas de los propios y las risas sarcásticas de los “puros”. En la política espectáculo la democracia ya no representa el ideal de un consenso inclusivo, sino que se transforma en un campo de batalla donde sólo se admiten dos verbos: ganar o perder, sin matices. Dicho de otro modo: la política espectáculo se percibe a sí misma en un permanente estado de guerra. La democracia deja de ser entonces un instrumento de paz para convertirse en una narrativa del aplastamiento. Y las consecuencias resultan evidentes.
La política española ha dicho adiós a los valores de la Transición para recrearse en los meandros de la ficción. Los populistas utilizan fuego artillero para destruir la línea Maginot del parlamentarismo. Las acusaciones de los supuestos vicios de origen se suceden con la machaconería de un mantra. La retahíla de incriminaciones nos muestra una hidra inasequible a las evidencias que se dedica a envenenar el buen funcionamiento de las instituciones. Los problemas no se resuelven, sino que se arrinconan, encubiertos por el juicio inmediato de los indignados. No es ya cuestión de relato –el consenso liberal y socialdemócrata también exige una narrativa–, sino de un misticismo impostado que erige continuamente imágenes a las que adorar o aborrecer. La política espectáculo es la democracia de los monigotes de feria. Sus consecuencias son y serán también evidentes.
Mientras Europa sigue buscando su lugar en un mundo que se acelera sin piedad, la tentación del cesarismo asoma ya en el corazón de Occidente: Trump y Salvini, Le Pen y Geert Wilders. Podemos jugar a ridiculizar sus ideas, pero el paso de la guerra deja ruina y caos, no prosperidad; deja fractura y no concordia. El peligro del hombre fuerte viene acompañado por el debilitamiento de las instituciones. Aunque lejano, divisar un futuro asiático –un capitalismo sin auténtica libertad, como en China– no es algo imposible. Las pesadillas se construyen con los miedos del inconsciente. Y la política espectáculo se dedica precisamente a esto: a alimentar el miedo, la frivolidad, el rencor y la rabia.
Artículo publicado en Diario de Mallorca.
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