La democracia de los populistas se fundamenta en la victoria, en el aplastamiento del adversario elevado a categoría de enemigo. La democracia representativa, por su parte, se basa en los consensos y la negociación. En un ecosistema liberal no existen victorias definitivas, sino que las mayorías absolutas duran una legislatura hasta que se convocan las siguientes elecciones, normalmente a los cuatro años. La división de poderes garantiza el mantenimiento de un fino equilibrio frente al absolutismo. El imperio de la ley afirma la igualdad sustancial de los ciudadanos sin exclusión; de ahí que, en la base del ideal democrático –compartido por socialdemócratas, democratacristianos, conservadores y liberales–, se encuentre la voluntad de incluir y reconocer la diferencia. No es el mundo de las identidades enfrentadas y en abierto conflicto lo que se reivindica, sino el de la pluralidad en continuo desarrollo.
En After Europe, el ensayista búlgaro Ivan Krastev plantea con toda crudeza el dilema entre estos dos modelos de democracia: el real y el ficticio. «El radicalismo de los partidos populistas se sustancia en que no son sólo partidos –argumenta–, sino auténticos movimientos constitucionales. Prometen a sus votantes lo que la democracia liberal no puede ofrecer: una victoria en la cual las mayorías –no sólo las mayorías políticas, también las étnicas y religiosas– puedan hacer lo que les plazca». Más aún, «las nuevas mayorías populistas perciben los ciclos electorales no como una oportunidad para elegir entre varias opciones políticas, sino como una revuelta contra las minorías privilegiadas. En la retórica de los partidos populistas, tanto las elites como los inmigrantes actúan a la par: no son como “nosotros”, ambos roban a una mayoría honesta, no pagan los impuestos que deberían y ambos son indiferentes, cuando no abiertamente hostiles, a las tradiciones locales».
La democracia liberal es propia de la cultura de la paz que se instauró en Europa después de la tragedia de la II Guerra Mundial. La democracia populista, en cambio, es propia de la lógica de guerra que sitúa en la violencia –moral, verbal o física– el motor primigenio de la política. De ahí su voluntad imperiosa de monopolizar el espacio del debate público con imágenes, símbolos, palabras y relatos que discriminen con nitidez a los buenos ciudadanos de los malos; al verdadero pueblo de la casta a la que se puede insultar, apartar, denigrar, animalizar incluso, porque su humanidad plena ha quedado en entredicho y cabe con toda naturalidad llamarla “bestia”, “rata”, “bicho”, “nazi” o lo que se tercie. No es necesario acudir a Victor Klemperer y su Lingua Tertii Imperii para iluminar los efectos sobre la realidad de la perversión del lenguaje.
En el corazón mismo de la pregunta sobre el futuro se halla el concepto de democracia al que nos referimos. No hay puntos en común entre la exclusión y la inclusión, entre las sociedades plurales y las identidades únicas, entre la separación de poderes y el absolutismo plebiscitario, entre la confianza institucional –a pesar de todos sus defectos y su necesidad periódica de reforma– y una cultura regida por la sospecha permanente. No los hay ni puede haberlos, porque se trata de universos paralelos cuyo origen y cuyo destino son distintos. La cuestión relevante ahora es el sentido de nuestra lealtad, pues ahí es donde se juega la supervivencia de la democracia.
0 comentarios