Podría decirse que a la obra de Christopher Hitchens llegué tarde y mal. Recuerdo la primera vez que lo leí, de noche, en una habitación de hotel. Había acabado A mi manera, la extraordinaria recopilación de artículos y de ensayos de George Orwell, que publicó hace años Destino y, casi por azar, encontré en una librería La victoria de Orwell, el boceto biográfico que Hitchens dedicó al escritor británico. El libro me causó una cierta decepción. Por un lado, tenía a uno de los escritores más brillantes y lúcidos del siglo XX; al otro, un autor ingenioso y polémico sujeto al vicio contemporáneo de la demolición. Pensé entonces que hay gente que para construir necesita llevar la contraria, deshaciendo mitos, denunciando hipocresías, algo así como la voz profética del antiguo pueblo judío. Y también pensé que no era ese el caso de Hitchens – lo de la voz profética, digo – y que entre Orwell y su epígono, yo había tomado ya mi decisión.
Lo cierto es que Hitchens me aburría incluso en sus mejores momentos. Leí con sumo interés, eso sí, la serie de artículos que publicó en Vanity Fair sobre el cáncer de esófago que terminó con su vida. Leí a salto de mata sus memorias, que acaban de aparecer en castellano bajo el título Hitch-22. Leí su mini ensayo sobre Osama Bin Laden donde sostenía, de modo convincente, que la ideología de Al-Qaeda y de la Jihad llevan en sí la semilla de la autodestrucción. Leí, en definitiva, su breve biografía de Thomas Jefferson, uno de los padres fundadores de los Estados Unidos. Antiguo izquierdista, reconvertido en “marxista de derechas” – son palabras casi literales suyas -, Hitchens fue un hombre contradictorio al que no le asustaba representar ese rol. Efectista, inteligente, a menudo vitriólico, empleaba el sarcasmo para denunciar cualquier tipo de superstición o de idolatría. Era un intelectual a la contra y le gustaba jugar a ello, poco importaba que la víctima de sus anatemas se apellidara Kissinger o que fuese la propia Madre Teresa de Calcuta. Su vida basculó de la extrema izquierda – era hijo del 68 – a una especie de conservadurismo que no dudaba en exportar la democracia mediante la guerra. Puede considerarse que fue el mejor retórico de los últimos veinte años, el más universal; pero, como todos los retóricos, abusaba con frecuencia de la brocha gorda, de las ideas que se abren paso a puñetazos.
Hitchens saltó a la fama por su defensa del ateísmo más radical y por su animadversión hacia las religiones, a las que acusaba de ser supercherías totalitarias. En sus mejores páginas escribió con acierto en favor del hombre y en contra de la dictadura de utópicos e idealistas que descreen del fuste torcido de la humanidad. Dudo mucho, sin embargo, que su obra perdure en el tiempo. No lo digo en comparación con Orwell, a quien consideraba su maestro, sino por el sesgo maniqueo que impregna su pensamiento. Al leer a Hitchens, uno tiene la sensación de encontrarse con ese tipo de intelectual que necesita fabricarse espantajos para luego poder atizarles a gusto, monigotes en blanco y negro que muchas veces casan sólo parcialmente con la realidad. En ese mundo, asentado sobre una noción absolutista del bien y del mal, el ensayista inglés sabía ser certero y agrio, humorístico y cruel. Como periodista ha sido uno de los grandes de su generación. Como pensador no creo que se pueda decir lo mismo.
Artículo publicado en Diario de Mallorca.
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