Los sueños anuncian las grietas que se abren a nuestro paso. Los sueños son historias rotas, piezas de un puzle por cuyos huecos se trasluce la angustia del presente o los ecos de un deseo sin brida; tal vez, el galope ansioso del futuro. El poeta Jean Paul fue el primero en soñar la muerte de Dios, el asesinato del Creador a manos del hombre. Para el escritor alemán, fue poco más que una pesadilla en la que se presagiaba el largo silencio de una orfandad cósmica: la ausencia de sentido. Por supuesto, Jean Paul desconocía la letra menuda del futuro, el Gólgota que le esperaba al dios caído. No podía saber que, décadas más tarde, Friedrich Nietzsche anunciaría la buena nueva de la muerte del Dios cristiano; ni que, poco después, antes de morir en la locura, se arrojaría en Turín sobre un caballo, al que su cochero azotaba, y lo abrazaría entre lágrimas. Jean Paul no podía adivinar los Lager alemanes, ni los dibujos que garabateó Zoran Music en los campos de exterminio, ni los gulags soviéticos que diseminaban el miedo como una epidemia mortal, ni los últimos cuartetos desolados que compuso Dmitri Shostakóvich, ni la filosofía banal de Sartre, ni la frivolidad pop elevada a criterio moral. Jean Paul sólo tuvo una pesadilla que anotó la mañana siguiente con la minuciosidad de un registrador. Los sueños anuncian las grietas y el suelo tambaleante, no la semántica del futuro.
El filósofo judío Walter Benjamin tuvo en Ibiza un sueño distinto. Era el año 1932 y quizás ya se considerase un hombre fracasado. Esta vez no se refería a un dios muerto, sino que planteaba un juicio al poder establecido. También dejaba sentir el vértigo metafísico de la caída; el jaque mate a una época que, lentamente, daba paso a un tiempo nuevo. Walter Benjamin lo consignó bajo el título de “El cronista” y dice así: «El emperador va a ser juzgado. Pero sólo hay un estrado y una silla, y ahí justo ante ella van interrogando a los testigos. El testigo era ahora justamente una mujer con su hija que iba explicando que el emperador la había arruinado con su guerra. Para corroborarlo mostró dos objetos, que eran ya todo lo que le quedaba. El primer objeto era una escoba con un rabo muy largo; con ella limpiaba su casa la mujer. El segundo era una calavera. “El emperador me ha hecho tan pobre –dijo ella de pronto– que no tengo otro recipiente en el que pueda darle de beber a mi hija”». En otra anotación posterior, Benjamin especificará que el emperador compareció ante el tribunal acusado “de haber provocado la ruina de una anciana”. El tribunal, lógicamente, representa el veredicto soberano del pueblo. Y la caída del Káiser no refleja tan sólo el final de los poderes antiguos, sino el de cualquier poder establecido.
En nuestro siglo, también la democracia ha sido llevada a juicio popular. Sus leyes, sus instituciones, su estructura burocrática, su funcionamiento operativo y sus logros se ponen en duda por motivos que recuerdan el sueño de Walter Benjamin: los poderosos nos han conducido a la pobreza, a la fragmentación social y, en definitiva, a la ruina. Esta acusación puede ser cierta o no y, si es cierta, puede derivarse de la maldad o la estupidez de los gobiernos. Pero también puede deberse a las consecuencias de una mirada miope que, como la del cíclope, sólo es capaz de ver una parte de la historia –los desperfectos relativos e inevitables del sistema–, mientras obvia la otra cara de la moneda: el crecimiento ininterrumpido de la economía, del bienestar, de los derechos individuales y sociales, de la esperanza de vida… Todo juicio es consecuencia también de unos valores que no podemos separar de un marco instintivo y emocional. Y menos aún en un mundo que ha menospreciado a sus figuras ejemplares –bajándolas del pedestal–, desacreditado las leyes, y donde el potencial educativo de las referencias exteriores se difumina. El peligro, por supuesto, es que la democracia se condene a sí misma, de modo que sea juez y parte a la vez. Y la condena entonces caerá sobre todos nosotros.
Artículo publicado en Diario de Mallorca.
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