A propósito de la famosa tríada revolucionaria que ha configurado la democracia moderna –libertad, igualdad, fraternidad–, el filósofo israelí Avishai Margalit nos advierte en De la traïció (Arcàdia, 2017) que el pensamiento político ha dejado de lado, de forma casi unánime, el requisito de la fraternidad. En su formato más puro, el liberalismo reivindica la aptitud de los derechos privados e individuales de los ciudadanos para alcanzar el ideal de una sociedad más próspera y justa. A través del comercio y la libre interacción, el mercado alcanza un equilibrio imperfecto, pero preferible en todo caso a la ingeniería social de los burócratas y de los partidarios del Estado grande.
Es una teoría, por supuesto, que la experiencia histórica no ha conseguido corroborar. Su alternativa sería la socialdemocracia que, como marco político y económico, define el avatar occidental desde la conclusión de la II Guerra Mundial. No en vano el peso del Estado sobre el PIB es muy elevado, incluso en aquellos países más reacios a la intervención pública: Estados Unidos o el Reino Unido. Como principio general, la socialdemocracia convierte la igualdad –y el acuerdo entre clases sociales– en valor preferente. La justicia surgiría, por tanto, de la tensión no resuelta entre la libertad y la igualdad, entre el reconocimiento de los derechos individuales y la obligatoriedad moral de la cohesión.
Pero, ¿qué sucede con la fraternidad? ¿Qué decir de ella? Para Margalit, sin ella tampoco caben las otras dos, y su olvido en la teoría política constata la pérdida del suelo natal de la democracia. «Creo que la fraternidad resulta importante –leemos en De la traïció– como fuerza que impulsa hacia la libertad y la igualdad. Sólo una sociedad que tenga un sentido firme de la fraternidad cuenta con el potencial para llevar a buen término la justicia». La fraternidad –en la definición de Margalit– es el mundo de las relaciones humanas densas (la familia, los amigos, la nación), frente a otro tipo de relaciones más frágiles que se basan en la confianza moral más que en un reconocimiento de los lazos íntimos que nos unen. La libertad, la igualdad y la justicia operan a menudo como principios abstractos –o meramente legales–; la fraternidad, en cambio, es histórica y concreta: reclama –de nuevo son palabras del filósofo israelí– una noción de «pertenencia, memoria y significado»; es decir, de presente, pasado y futuro.
Evidentemente, estos tres elementos comprendidos en la fraternidad plantean cuestiones de calado cuando nos enfrentamos a una cultura de la desconfianza, que ha hecho suya la necesidad de la sospecha. Cuando los lazos se rompen, retorna como un péndulo la socorrida seguridad de los espacios pequeños, de las unidades mínimas, de las identidades monocordes. La tentación del brexit constituye un caso socorrido: frente a los vínculos abstractos de la construcción europea, el calor emocional de la renacionalización del Estado. Un teórico como el francés Pierre Manent lleva tiempo advirtiendo del “momento ciceroniano” que se cierne sobre Europa y se concreta en la ausencia de una forma política viable para la Unión. Pero, al mismo tiempo, cabe complementar esta mirada con el criterio emocional de las relaciones densas: esa urgencia de la fraternidad que nos invita a incluir la diferencia y no a excluir ni a separar. Margalit ilustra dicha idea con unos versos del poeta americano Robert Frost, que traduzco de forma libre: «Un hogar es allí donde sabes que te van a acoger, aunque no hayas hecho nada para merecerlo». Una sociedad, para sobrevivir, necesita este tipo de relaciones humanas fuertes.
Artículo publicado en Diario de Mallorca.
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