Los libros que no he leído | David Jiménez Torres

por | Dic 15, 2017 | Los Libros Que No He Leído | 0 Comentarios

© Ludovica Chiussi

¿Qué libro que no he leído me ha influido más?

No queda bien confesar que uno no ha leído el Manifiesto comunista, sobre todo cuando se supone que le interesan tanto la historia del pensamiento político como el análisis cultural. Pero después de intentar encontrar alguna respuesta alternativa, me he dado cuenta de que la primera intuición era la correcta y, además, la que quizá se preste mejor a conclusiones que van más allá de mi biografía.

Habiendo nacido en 1986, tengo la impresión de que crecí en un mundo marcado por una simultánea presencia y ausencia de Marx. Presencia porque la atracción hacia el comunismo, y su posterior rechazo, había marcado de manera decisiva a la generación de mis padres. Ausencia porque el Muro cayó cuando yo aún estaba en pañales: la batalla contra el comunismo ya se había ganado. El marxismo no era una ideología equivocada, sino una ideología derrotada. El optimismo liberal de los 90 daba a entender que nuestros padres habían superado a Marx para que nosotros no tuviéramos que hacerlo. Lo habitual aquí sería citar El fin de la historia de Fukuyama, pero evidentemente no lo leí hasta mucho más tarde, y en cualquier caso lo que verdaderamente se me viene a la cabeza es el zeitgeist que se manifestaba en la programación de Antena 3. ¿Quién sentía la necesidad de asomarse a ideologías derrotadas tras ver un episodio de Cosas de casa, o del Príncipe de Bel-Air?

Portada del Manifiesto ComunistaPero el Manifiesto encontraba maneras de hacerse presente. Lo hacía en mi colegio, una institución bastante progre donde el camino natural, si te interesaban la lectura y las ideas, era ser anarquista con doce años, comunista con catorce, trotskista -el matiz era importante- con quince, afiliado a las juventudes de Izquierda Unida con dieciséis, zapaterista crítico con diecinueve y -por lo que veo ahora en Facebook- podemita con treinta. Recuerdo a un compañero que me comentó en el autobús que el profe de Historia le había prestado su ejemplar del Manifiesto con un “toma, creo que ya estás listo para leerlo”. Y recuerdo también las largas discusiones sobre política con quien es aún uno de mis mejores amigos. Él era comunista y yo liberal, de la forma imprecisa, mimética y acneica en que se es estas cosas cuando uno tiene catorce años. Discutíamos sin parar en los recreos, en las clases de gimnasia, en los descansos. Una profesora nos echó una vez del aula porque no dejábamos de bisbisear acerca de si Allende había sido comunista o no. El caso es que mi amigo hablaba con frecuencia del Manifiesto, pero esto no me animaba a leerlo. Al contrario, lo que quería era leer libros que citaban y explicaban el Manifiesto a la vez que aportaban los materiales para su crítica. Es decir, libros que me permitieran ganar la próxima discusión.

Luego fui a un internado en EE. UU., y luego a una universidad en aquel país, y más adelante continué mis estudios en universidades británicas. En todos aquellos entornos se combinaban un ambiente de élite económica con una fuerte orientación de izquierda (de salón). En todos se fomentaba una visión crítica del capitalismo, y una idea del marxismo como una serie de herramientas útiles y estimulantes; ambiente que se aceleró y magnificó tras el estallido de la crisis en 2008. Pero nada de aquello me empujaba a leer El manifiesto. Cuando algún amigo me recomendaba un libro para que lo comentáramos, lo más seguro era que se tratase de un ensayo reciente como Chavs de Owen Jones. Incluso para aquellos compañeros que lo habían leído, el Manifiesto parecía haber quedado como algo iniciático, en el mismo rango sentimental que el póster de Kurt Cobain de su cuarto de la adolescencia.

Sí hubo un momento en el que, tras descubrir que me gustaban la teoría literaria y la historia cultural, vi que debía ponerme al tanto de las numerosas mutaciones del marxismo que seguían influyendo decisivamente en el análisis académico. Pero, de nuevo, esto tampoco me dirigió al libro de marras; era demasiado antiguo, demasiado rudimentario, casi suponía un lastre en la tarea de ponerse al día. Los profes estaban de acuerdo: en un curso sobre teoría literaria de la carrera solo leímos breves fragmentos de Grundrisse y de El capital antes de pasar a Althusser y Zizek. En el máster leímos a Raymond Williams y a Walter Benjamin, y asistí a las clases sobre marxismo y análisis cultural del catedrático Raymond Geuss. Y en el doctorado picoteé los ejemplares de Las principales corrientes del marxismo de Kolakowski que mi compañero de piso tenía en la sala de estar. Al final de todo esto tenía la impresión de que sabría reconocer los argumentos centrales del Manifiesto, e incluso sus frases más citadas, sin haber leído una sola página.

Así que supongo que el Manifiesto siempre ha estado presente en la ausencia, y me ha influido tanto a través de sus detractores como a través de sus variadas herencias académicas. Si lo leyera ahora, imagino que reaccionaría como aquella señora que vio Hamlet representado por primera vez: a la pregunta de si le había gustado, ella respondió que sí, pero que le molestaba el recurso constante a citas famosas.

David Jiménez Torres es profesor, columnista y escritor. En la actualidad imparte clases en la Universidad Camilo José Cela y sus columnas aparecen en El Español. Es autor de la monografía Ramiro de Maeztu and England: Imaginaries, Realities and Repercussions of a Cultural Encounter (Boydell & Brewer). 

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Daniel Capó

Daniel Capó

Casado y padre de dos hijos, vivo en Mallorca, aunque he residido en muchos otros lugares. Estudié la carrera de Derecho y pensé en ser diplomático, pero me he terminado dedicando al mundo de los libros y del periodismo.

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