Recuerdo a duras penas la década en que nací. La conozco por lo que me han contado y por lo que he leído sobre aquellos años. Y también por lo que viví como niño, es decir, sin conciencia del peso de la historia. Fue un tiempo de ansiedad y desasosiego, trufado de esperanzas y decepciones. Como cualquier otra época, con sus matices y peculiaridades. En los setenta, Occidente sufrió la mayor crisis económica desde el Crac del 29 y el relato de la prosperidad asociado a la posguerra empezó a resquebrajarse.
El petróleo subía y la inflación se disparaba sin control. En los EE.UU. se temía el sorpasso japonés y alemán, a la vez que la derrota en Vietnam –y poco después la toma de rehenes en lrán– hería el prestigio nacional. En el Reino Unido una revolución conservadora empezaba a concretarse con Margaret Thatcher y otra en la Iglesia católica con Juan Pablo II. El miedo a las consecuencias de una nueva guerra mundial, que esta vez sería nuclear, formaba parte del debate diario. El terrorismo, de raíz más o menos izquierdista, más o menos nacionalista, era una constante en bastantes países. Caía Allende en Chile y asesinaban a Carrero Blanco en Madrid. Moría Franco y con él se decía adiós a la dictadura desde una transición que no fue sencilla y que exigió muchas renuncias. Visto desde la perspectiva de hoy, no deja de asombrarnos que España lograra refundarse de un modo tan exitoso: cuarenta años de autoritarismo tras una larga y cruenta guerra civil, una crisis económica galopante y de gran magnitud –que requirió de nuevo enormes sacrificios y de la cual no se saldría definitivamente hasta mediados de la década siguiente–, el terrorismo de la ETA, la difícil coyuntura internacional con la Guerra Fría aún vigente y una sociedad todavía poco versada en los hábitos democráticos. Todo estaba por hacer y todo se hizo rápidamente: la democracia y la europeización, el cambio social y la recuperación de los derechos y las libertades, el despliegue de las autonomías y la puesta en marcha del Estado del Bienestar, los Juegos Olímpicos de Barcelona y los éxitos deportivos. Pero esto sucedió ya en los ochenta, cuando el mundo había cambiado por enésima vez: había caído la URSS y el comunismo y, de repente, parecía que los conflictos de la Historia se hubieran acabado. O eso pregonaba en los medios Francis Fukuyama. Parafraseando al poeta castellano, se diría que estrenábamos el mundo bajo una “luz no usada”. Una luz, claro está, matinal y hermosa, virginal y sin sombras.
Eso creíamos o pudimos creer. Fue hermoso mientras duró, que fue poco: el tiempo de un ensueño. La Historia es conflicto y el instinto básico del poder consiste en la fuerza. De ahí que la ley –¡ay, apelar a la ley en estos momentos!– suponga para los demócratas un dique inamovible –aunque reformable, por supuesto- frente a las arbitrariedades del poder. Hay una relación íntima entre democracia y ley que va mucho más allá de lo tangencial, puesto que afecta a su núcleo básico. Las leyes constituyen el estilo de la democracia frente a la soberbia del poder –una forma de elegancia que hace posible la convivencia libre–. Y más cuando resurge la ansiedad y de repente la Historia vuelve a galopar desbocada, como acostumbra a hacer. Y el nacionalismo regresa en el Extremo Oriente –la presión imperial es allí excesiva– y Rusia se dedica a desestabilizar Europa y el brexit alimenta el circuito de la renacionalización de la soberanía y Donald Trump nos muestra cómo incluso en los Estados Unidos el populismo puede enfrentar a una parte de la sociedad con la otra. Y que la brecha social va en aumento porque sencillamente no hay modo de parar las dinámicas globales ni las tecnológicas. Somos demasiado humanos para dejar de serlo. Por fortuna y también por desgracia.
Ya no quedan luces no usadas, sino que la Historia siempre parece demasiado vieja y al mismo tiempo nueva, por imprevisible e inquietante. Dejar que el mundo siga girando mientras uno permanece en el centro es lo que viene a proponer –ligeramente secularizado– el emblema de los cartujos. No perder el centro significa sobre todo no dejarse llevar por el dictado de las emociones y recordar que no todo es legítimo. Por mucho que el tiempo –y sus modas– así lo exija.
Artículo publicado en La Opinión de Zamora.
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