Foto: Gage Skidmore.
La actuación de Donald Trump irrita pero no sorprende. De hecho, se ajusta a lo que él mismo enfatizó durante la campaña presidencial. Su decisión de retirar a los Estados Unidos del Acuerdo de París contra el cambio climático –un pacto, recordémoslo, suscrito por casi 200 países–, su dureza antiinmigratoria o su crítica a la mayoría de países europeos por su compromiso insuficiente con la OTAN –exige que cada socio gaste en defensa al menos un 2% del PIB nacional– responden a una doble lógica: por una parte, la acusada personalidad del presidente americano, que hizo de algunas de estas cuestiones el centro de su mensaje populista; y, por otra, la tradición aislacionista de la política exterior de Washington, que bascula históricamente de un extremo a otro. “Paz, comercio y amistad honesta con todas las naciones, sin forjar alianzas con ninguna” fueron las palabras de Thomas Jefferson, que podría repetir sin sonrojarse el actual inquilino de la Casa Blanca. Por supuesto, habría que añadir que los tiempos son otros y que, sin vínculos fuertes entre los distintos países, los efectos positivos de la globalización difícilmente pueden llegar a buen término.
Trump molesta e inquieta, es cierto, pero no altera el sentido de la Historia. Se diría que ni siquiera un presidente de los Estados Unidos tiene potestad de hacerlo. En cambio, sí puede introducir matices y es conveniente que estemos atentos a algunos de ellos, para aprovecharlos de algún modo a nuestro favor. Su amenaza a la OTAN obligará –la propia Merkel lo ha reconocido– a que los países europeos avancen en su coordinación militar para hacer frente a los desafíos exteriores, lo que a largo plazo será beneficioso para la UE. En realidad, una mayor independencia en cuestiones de seguridad supone una mayor autonomía. Por otro lado, al retirarse del Acuerdo de París –provocando no sólo la ira global, sino también la indignación de las principales multinacionales americanas– Trump ha causado un efecto pendular que está movilizando a las grandes fortunas de su país a fin de redoblar los esfuerzos particulares y empresariales para frenar el cambio climático. Las críticas expresadas en voz alta por las grandes petroleras del país no dejan de ser sintomáticas al respecto. Por último, su retórica en contra de la globalización quizá sirva también para que algunas elites tomen conciencia de que se está larvando una nueva guerra entre clases sociales que exigirá inteligencia, pasos decididos e ingeniería fina si queremos atenuar sus efectos perversos. La pérdida de soft power a que conducen las decisiones de la Casa Blanca afectará al prestigio mundial de los Estados Unidos y tal vez beneficie a sus competidores asiáticos. Aunque, para Europa sobre todo, lo que supone Trump es una llamada a la responsabilidad y a una política adulta.
Con el Reino Unido a punto de salir de la Unión y Trump predicando el nacionalismo, no quedan excusas para que Merkel y Macron no actúen como locomotoras de una mayor cooperación política y militar. El prestigio democrático de la Europa de la posguerra –un ejemplo efectivo sobre cómo resolver de forma óptima las diferencias entre naciones y trabajar en común–, unido a la necesidad de dar pasos adelante en la integración comunitaria, sobre todo presupuestaria y financiera, confluyen en este momento de gran incertidumbre política. De forma paradójica, quizás Trump y el Brexit sean motivos suficientes para encaminarnos hacia una política adulta, más responsable, sencillamente más europea.
Artículo publicado en Diario de Mallorca.
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