En su reciente La imagen de tu vida (Galaxia Gutenberg, 2017), Javier Gomá nos ofrece una sentida reflexión sobre el misterio de la memoria ejemplar y de la vida cumplida como fuente de luz ética. En esta larga y honda entrevista, el filósofo español se adentra en alguno de los temas cruciales de su último libro: el papel de la dignidad y su relación con la muerte, la necesidad del humor inteligente y de una ejemplaridad “limpia y osadamente igualitaria”, el deber de la piedad filial y el ideal cervantino…
La imagen de tu vidaes un libro sobre el fulgor de la memoria ejemplar, cifrada en un modelo ético: la vida realizada, cumplida, que perdura en el tiempo a través de los demás. Esta ejemplaridad memorable invita a un mimetismo de la excelencia que nos atañe a todos, de modo que para llegar a ser primero hay que admirar a los mejores modelos. Además de a su padre, a quien dedica usted este libro, ¿a quién admiraba el Javier Gomá niño y adolescente?
El libro no defiende tanto que la vida del difunto haya sido necesariamente ejemplar sino que, al morir, una larga existencia -por ejemplo, 85 años de vida, como la de mi padre- se condensa en una imagen sintética extremadamente concentrada y simbólica, en la cual adquiere un carácter paradigmático, modélico. De hecho, la conexión con el padre en vida es fuente de una extraordinaria energía psíquica y por eso mismo de potencial conflicto. Mi caso no es una excepción. Cómo dar forma al propio yo emancipado de quien te lo ha dado y lo ha moldeado antes de tener la madurez de filtrar esa influencia. No soy un hombre muy inclinado a admirar, salvo quizá a individuos aparentemente insignificantes que te vencen por su ternura o su humildad. Hay en mí un igualitarismo extremo que me hace sentir con fuerza la evidencia de que todos somos iguales, todos nacidos de madre y por igual conducto. Así que a nadie juzgo por debajo, a nadie por arriba, todos participando igualmente de ese enigma cotidiano y sublime del vivir y envejecer. Hay personas, eso sí, cuyo ejemplo ayuda a vivir o a elevarse. A esas me acerco. Por otra parte, en mi adolescencia se desataron todas las furias de una vocación literaria-estética-mística, se liberaron súbitamente fuerzas muy heterogéneas en diferentes direcciones y, para administrar ese yo en combustión, más que buscar la fórmula secreta en una sola persona admirada y reverenciada, recurrí a todas las fuentes y todos los medios, reales, literarios, intelectuales, que encontrase a mano para someter ese yo inflamado a una cierta armonía, a un orden vivible. El sentimiento dominante hacia mi padre no era la admiración (quizá sí en mis hermanos de igual profesión que él). Eran más bien los de respeto, amor filial, orgullo y también otros que justificaban una ocasional reserva.
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