Los estudios científicos de la evolución humana han empezado a poner el foco en la cultura. Diríamos que ya no todo responde al marco estricto de la biología. No, desde luego, en lo que concierne a nuestro éxito como especie. En su libro The Secret of Our Success (El secreto de nuestro éxito), Joseph Henrich, catedrático de la Universidad de Harvard, ha teorizado acerca de la influencia de la cultura, la cooperación y las normas sociales en el rápido desarrollo del hombre.
Su tesis resulta sencilla: no es el tamaño ni el funcionamiento innato de nuestros cerebros lo que explica la asombrosa capacidad innovadora del ser humano. No son nuestras habilidades concretas como especie las que nos hacen únicos, sino algo más sutil que depende en gran medida de la predisposición para socializarnos y establecer lazos de confianza. Nuestra especie, sostiene Henrich, «ha desarrollado una adicción a la cultura. Y por “cultura” entiendo el conjunto de técnicas, habilidades, herramientas, motivaciones, valores y creencias que adquirimos al ir creciendo, básicamente aprendiéndolas de otras personas. […] La clave para entender cómo se desarrollaron los primeros humanos y por qué somos tan distintos de los otros animales estriba en reconocer que somos una especie cultural». Si nos define la cultura, es gracias a ella que somos capaces de colaborar, transmitir y compartir información, crear lazos de amistad, civilizar los espacios públicos –también los privados– y, en definitiva, soñar con proyectos de futuro que van más allá de nosotros mismos y de nuestra generación. Basta pensar en lo que ha supuesto el alfabeto, la escritura, el lenguaje musical, la numeración, los algoritmos matemáticos, las leyes y las instituciones, los valores morales, la experiencia de la historia… La cultura nos permite aprender rápidamente de los demás y la sociabilidad facilita el intercambio de cualquier tipo de información.
Considerando que la evolución de la humanidad cuenta con un potente vector cultural podemos comprender mejor por qué unas sociedades son más prósperas que otras: sencillamente porque su transmisión cultural funciona mejor y es más transversal. De Alexis de Tocqueville a Max Weber, la ciencia política ha subrayado que el peso de las instituciones moldea el carácter de los países; pero también sucede a la inversa: el poso cultural hace posible el buen trabajo de los gobiernos. El individualismo que alimenta la capacidad innovadora de los Estados Unidos cuenta con explicaciones históricas, del mismo modo que la temprana alfabetización de los países protestantes explica en parte su mayor nivel de desarrollo respecto a las sociedades católicas de la ribera mediterránea. Una economista de tanto prestigio como Deirdre McCloskey ha escrito páginas luminosas sobre el papel de la moral y las virtudes burguesas en la revolución industrial y cabe pensar que en este entramado cultural se encuentra también una de las explicaciones del éxito o del fracaso de las naciones.
La gran ventaja de un mundo globalizado es la facilidad con que la información y el conocimiento circulan más allá de las fronteras. Por otro lado, las diferencias en los planteamientos resaltan con nitidez: podemos y debemos comparar. No es lo mismo vivir en un país que crece por medio de la especulación que otro que lo hace gracias al comercio y el ahorro. No es lo mismo vivir en un país que ha convertido la calidad de su sistema educativo en una prioridad nacional que hacerlo en otro que opta por el timo de las inteligencias múltiples. No es lo mismo vivir en un país que esconde la cabeza ante los problemas estructurales que hacerlo en otro que actúa antes del empeoramiento general. No es lo mismo, en fin, vivir en un país exhibicionista y ruidoso que en otro civilizado y prudente. La cultura impulsa la evolución de la humanidad. La incultura nos empobrece.
Artículo publicado en Diario de Mallorca.
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