Solesmes, 1938

por | Mar 9, 2017 | Animal Social | 0 Comentarios

La filósofa judía Simone Weil llegó a la abadía benedictina de Solesmes el 17 de abril de 1938 para asistir, durante diez días, a los oficios de Semana Santa. Padecía de fuertes migrañas y se carteaba con el escritor católico George Bernanos, de fondo los trágicos sucesos de la Guerra Civil en Mallorca. En esa correspondencia, Weil reflexionó incesantemente sobre el horror que ambos conocían de primera mano, aunque uno y otro atribuyeran su origen a causas distintas. Si para Bernanos la crueldad nace del miedo, para Weil ésta sólo es posible si previamente se ha destruido el sentido último de la dignidad humana. «Cuando las autoridades temporales y espirituales colocan a una categoría de seres humanos al margen de aquellos cuya vida tiene un valor –leemos en esta misiva que dirigió al polemista francés–, nada hay más natural para el hombre que matar».

En Solesmes Weil tuvo tiempo de meditar sobre el sentido de la desgracia y del sufrimiento, que interpretaba como una constante a lo largo de la historia de la humanidad herida. El halo misterioso del canto gregoriano, sin embargo, le causó una profunda impresión, hasta el punto –dijo– de haber «encontrado una  alegría interior pura y perfecta en la inaudita belleza del canto y las palabras». A lo largo de aquellos días, conoció a dos jóvenes británicos que le descubrieron la poesía metafísica inglesa y con los que releería El rey Lear de Shakespeare, una obra maestra que –en su opinión– versa íntegramente sobre la cuestión crucial del hombre roto, hecho añicos como consecuencia del sufrimiento. Sería el tema central de su pensamiento hasta que en 1943 se dejó morir de hambre en Londres solidarizándose con las víctimas de la II Guerra Mundial. En aquella Semana Santa del 38, aquejada de una migraña que se clavaba como un aguijón, Simone Weil reflexionó sobre la realidad del mal mientras escuchaba los cantos sagrados de una religión que no era la suya. Pero también fue durante aquellos días que aseguró “haber encontrado una alegría interior pura y perfecta”. Cuando releo estos episodios de la vida de la filósofa francesa me gusta pensar que lo que halló en Solesmes fue un ideal de belleza; aunque no sólo un ideal, sino más bien un sentido. Un sentido, diríamos, que quizás resida en estas líneas de otro clásico shakesperiano, El mercader de Venecia, que tanto le gustaba citar a Weil:

“El hombre que no posee música en su interior

ni se conmueve con la concordia de dulces sonidos

es carne de traición, conspiración y corrupción…”

En esa música íntima que cantara el dramaturgo inglés caben, por supuesto, todos los goces de la vida, ya que el trovar del alma no difiere mucho del amor y la fidelidad a las pequeñas cosas. Entre ellas, el café y las tostadas que estrenan la mañana y la invisible geometría de las calles, los besos que robamos a la muerte y la luz inaugural del véspero, los libros de una biblioteca y la sombra de unos álamos, lo infinitamente distante como las estrellas y lo infinitamente frágil como los pétalos de una flor. ¿Pensaba en esta definición de la belleza Simone Weil, aquellos días del 38, mientras España se desangraba y Europa se encaminaba hacia el Holocausto? Nunca lo sabremos con certeza, pero quiero creer que sí. Unos años antes, en una serie de ensayos que había escrito a partir de su experiencia como trabajadora en una fábrica de coches, observó que «sólo una cosa hace soportable la monotonía: una luz de eternidad, la belleza»; y también que «el pueblo necesita poesía como necesita pan. […] Necesita que la propia sustancia cotidiana de su vida sea poesía».

Son palabras nobles que no siempre encajan con la ferocidad del día a día. Sin embargo, sospecho que, para Weil, la belleza sólo podía ser una forma de gratitud que nos proteja del cinismo y de la mentira. La belleza nos remite a un sentido del orden y la armonía, del amor y la verdad, que resuena en nosotros como un eco de la dignidad y la excelencia humanas. Y, aunque el destino final de su vida fuese trágico, Simone Weil nunca quiso renunciar a esta música interior que nos ensalza y nos mejora.

Artículo publicado en Diario de Mallorca.

Daniel Capó

Daniel Capó

Casado y padre de dos hijos, vivo en Mallorca, aunque he residido en muchos otros lugares. Estudié la carrera de Derecho y pensé en ser diplomático, pero me he terminado dedicando al mundo de los libros y del periodismo.

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