El profesor Jonathan Haidt ha investigado durante décadas acerca del modo en que nuestras intuiciones y prejuicios inciden sobre las decisiones morales que adoptamos. Su indagación se ha centrado sobre todo en los fundamentos psicológicos de la moral: ¿qué nos mantiene unidos? ¿Qué nos invita a ser generosos y altruistas, leales y perseverantes? Para Haidt, también nuestra opción política se corresponde en gran medida con nuestras intuiciones sociales acerca de lo que resulta correcto y lo que no. Entre sus conclusiones hay algunos datos sorprendentes, como por ejemplo que la mentalidad conservadora disecciona con mayor acierto cuáles son las peculiaridades ideológicas de la izquierda que al contrario.
Pero, sin duda, una de las propuestas más interesantes de su estudio es la que revela el carácter pseudorreligioso de la política nacional, frente al más pragmático y concreto de las políticas locales. En una reciente entrevista, Haidt declaraba lo siguiente, refiriéndose a los Estados Unidos: “La política nacional se asemeja mucho a la religión. El presidente es el sumo sacerdote de la religión civil americana. […]. Es algo que Ronald Reagan comprendió mejor que muchos de sus oponentes. Él fue capaz de movilizar las intuiciones morales de la gente sobre aquello que conforma la grandeza de América. No ocurre del mismo modo a un nivel más regional”.
Seguramente se podría realizar una lectura similar en relación a nuestro país. Los ayuntamientos movilizan un voto más práctico, diseminado en multitud de pequeños partidos. En cuanto a las autonomías, cabe distinguir entre aquellas en las que operan partidos nacionalistas importantes –en su mayoría, las llamadas “históricas”– y entre las que no. Para muchos votantes catalanes o vascos, es difícil no percibir en sus instituciones –o en su bandera– un componente sagrado, que va más allá de lo meramente democrático o de los intereses funcionales de una sociedad. La escrupulosidad simbólica de Artur Mas, por ejemplo, apunta en esa dirección, anudando un pasado glorioso con un futuro no menos utópico. En otras comunidades autónomas, sin embargo, el peso de esa pretendida grandeza es mucho menor y lo que priman son unos intereses más mundanos. En cuanto a la política nacional –ya sea la jefatura del Estado o la Presidencia del Gobierno–, nadie duda de la importancia de un relato que enlace con lo que Haidt llama “intuiciones morales”: un país del que uno pueda estar orgulloso exige un liderazgo acorde con dicha narrativa. Y ahí, quizás, resida el principal problema de Rajoy.
En el mitificado Suárez de la Transición, en Felipe González, Aznar o Zapatero –en estos dos últimos casos, al menos entre sus partidarios–, el relato político estuvo presente desde sus inicios. Si Aznar reivindicaba una España fuerte que no se doblegase ante al terrorismo de ETA y no ceñía su política exterior a los dictados de Francia, Zapatero arribó con un discurso de libertades cívicas, memoria histórica y justicia global. Eran dos narraciones contrapuestas –una España poderosa, por un lado, y una España campeona de las políticas progresistas, por el otro– que, sin embargo, servían a las estructuras morales de los dos grupos mayoritarios de votantes: la derecha y la izquierda. Rajoy, en cambio, renunció ya desde el inicio al discurso político, llevando a cabo una gestión de perfil bajo, muy centrada en el rescate económico y en los ajustes, pero no en las grandes palabras, los sentimientos o las emociones. Sin seducción, la política decae. Y es lo que ofrecen ahora a los electores los nuevos partidos que representan Pablo Iglesias y Albert Rivera. Y, por supuesto, es la religiosidad que venden como civismo democrático los nacionalistas de cualquier cuño.
Artículo publicado en Diario de Mallorca.
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