El vendaval

por | Feb 15, 2017 | Animal Social | 0 Comentarios

Esta mañana sopla un viento airado, casi furioso. Miro por la ventana de mi escritorio y observo un mar crispado, como de estampa japonesa. No se divisan barcos, ni siquiera a lo lejos. Las hojas del jardín se arremolinan y pugnan por entrar en el comedor, rascando las puertas y las persianas. Los contenedores de basura se han desparramado por la calle y quizás terminen cayendo al mar o chocando con las ruedas de un coche. Al atardecer, algún valiente –si hay alguno– saldrá a pasear con su perro y se arrimará a los muros buscando el espacio cero de la ingravidez. Cerca de las farolas, una gaviota intenta levantar el vuelo con dificultad. Al verla, pienso en esa ley no escrita según la cual la gracia de la belleza se pierde cuando se ve sometida a circunstancias extremas.

Los antiguos griegos hablaban de los vientos con cierta reverencia. Céfiro, el bondadoso, anunciaba la llegada benéfica de la primavera. Noto, en cambio, el viento del sur, auguraba las tormentas que terminan con el verano y destrozan las cosechas. Más dañinos aún eran los vientos menores, hijos de Tifón, que actuaban con la alada crueldad de las arpías. Para los isleños, la persistencia de los vientos provoca la locura, como si se tratara de una maldición secular. Los marinos temen sus efectos. El hombre del campo también.

Según los evangelios, reflejan el espíritu incontrolable de la libertad. Nadia sabe hacia dónde se dirigen ni cuál es su objetivo. El viento salvaje que purifica la atmósfera. El viento salvaje que echa a perder los frutos de la tierra. El viento de los desiertos o de los mares. Si miramos hacia atrás –no mucho, apenas cuatro o cinco años-, comprobaremos que, en efecto, es un vendaval lo que recorre nuestro país. Ha puesto a prueba las instituciones, la economía, las leyes fundamentales que acordamos en 1978, la organización territorial del Estado. Y, lo que es más importante, ha transformado –no sabemos todavía hasta qué punto– la atmósfera moral hasta convertirla en irrespirable. Lo que antes parecía imposible –la ruptura de España, el fin del bipartidismo, la disolución de las autonomías o el federalismo asimétrico- cobra ahora algún viso de verosimilitud.

El crash financiero que estalló en 2008 se ha solapado rápidamente con una crisis de legitimidad democrática. La ira social se dirige hacia eso que se ha venido a llamar “la casta”, un término lo suficientemente amplio como para que signifique lo que queramos que signifique en cada caso. La casta es la execrable mediocridad de la clase política que nos gobierna. La casta son las elites extractivas que impiden la modernización de un país. La casta es la universidad atenazada por sus vicios. La casta son los taxistas frente a Uber o los derechos de autor frente a la cultura libre. La casta son la patronal, los colegios profesionales, los sindicatos y los funcionarios. La casta, de un modo u otro, podemos llegar a serlo todos. La meteorología nos enseña que los vientos actúan con una ira ciega: barren sin distinciones lo bueno y lo malo. Uno puede imaginarse el Estado como un árbol viejo y carcomido que cede, arrastrado por su peso, ante el huracán o como un junco salvaje, lo suficientemente flexible como para adaptarse a los giros cambiantes del aire. Lo cierto es que algún día, no sabemos cuándo, el viento se apaciguará y la vida proseguirá con su habitual monotonía. Si todo sale bien, la atmósfera se habrá limpiado de impurezas. Si sale mal, habrá que restañar las heridas y reparar los daños.

Artículo publicado en Diario de Mallorca.

Daniel Capó

Daniel Capó

Casado y padre de dos hijos, vivo en Mallorca, aunque he residido en muchos otros lugares. Estudié la carrera de Derecho y pensé en ser diplomático, pero me he terminado dedicando al mundo de los libros y del periodismo.

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