Para los clásicos el sol constituía un dios invicto a cuyo paso afloraba la belleza de la luz, la vida y la muerte. Como un memento mori, su lento movimiento al surcar los cielos reflejaba el inexorable paso del tiempo para los hombres. «Mueran los soles y retornen», le escribió el ardoroso Catulo a su amante Lesbia, «nosotros, breve luz, cuando muramos, habremos de dormir noche perpetua».
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