Mientras leía la última novela de Llucia Ramis, Tot allò que una tarda morí amb les bicicletes –de la que Libros del Asteroide publicará una versión en castellano antes de que lleguen las vacaciones estivales-, pensé en la mirada de la amistad. No es ningún secreto que Llucia y yo nos conocemos desde hace tiempo -trabajamos juntos durante años en un magacín literario de la televisión autonómica balear-; pero no me refería exactamente a ese tipo de amistad ni a la peculiar mirada que surge cuando un grupo de personas han compartido algo a lo largo de un tramo de sus vidas. Hablo de la amistad en contraposición a la sospecha, que nos invita a dudar de todo. Freud argumentaba que la conciencia reprime una realidad psicológica más profunda y poderosa.
Marx sostenía que los modos de producción capitalistas no son inocentes sino que se encuentran al servicio de la explotación social. Nietzsche cifraba en la voluntad de poder la motivación última de lo que consideramos verdadero. La mirada de la sospecha nos hace creer que, detrás de cualquier intento narrativo, se esconde un doble sentido, una segunda intención que debemos desentrañar a martillazos. En las biografías priman los aspectos más sombríos de la personalidad, al tiempo que se niega que existan vidas ejemplares. Para el crítico, incluso para el lector, la mirada de la duda se asocia con la objetividad (eso cuando no se le perdona directamente la vida al escritor).
La mirada amable, propia del amigo, resulta, en cambio, poco fiable. Pero, por otra parte, ¿no cabe aventurar que, desde sus orígenes, se da un pacto tácito entre el arte y la realidad? Más allá del inevitable andamiaje ficcional, ¿no es acaso la veracidad el primer deber de un escritor? Y si pensamos en el lector, ¿no es lógico exigirle que confíe de entrada en esa autenticidad y que, a su vez, se atreva a recuperar el gozo sencillo de una lectura desprovista de prejuicios? Creo que es así como debemos leer los libros: abiertos a su verdad, a la verdad íntima del texto.
Volvamos a Llucia Ramis. La crítica literaria ha elogiado, casi con unanimidad, Tot allò que una tarda morí amb les bicicletes, incidiendo en el papel de la autora como sismógrafo de una época – y de una edad, entre los treinta y los cuarenta -, desorientada y sin rumbo. Yo no sé si es así, más allá de que efectivamente la obra – como cualquier otra creación memorialística – cuenta con elementos que permiten interpretarla en esa línea. Sin embargo, la novela no es magnífica por lo que pueda tener de generacional, sino precisamente por lo contrario. Con Nabokov uno está de acuerdo en que dejar hablar a la memoria constituye el principio de toda verdad, y eso es lo que ha hecho la autora: dejar que la memoria familiar desvele la realidad desnuda de la vida, ceñirse a la belleza de los recuerdos – no como refugio, no como huida, ni siquiera como tentación estética – para que afloren los ecos íntimos, los gestos de amor y las pequeñas heridas de una familia cualquiera. Leyendo el libro, pensé en el Léxico de Natalia Ginzburg y también pensé – aunque de otro modo – en Nabokov. Hablo de una tradición literaria, por supuesto. Y ahí, no sé yo muy bien dónde se sitúa lo generacional.
Artículo publicado en Diario de Mallorca.
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