Leo en Los pequeños tratados de Pascal Quignard que, en su origen, la palabra página se refería menos al soporte físico del papel que a la maquetación y a la disposición gráfica del texto. Tiene que ver con el espíritu ordenador, casi jurídico, del latín; el equilibrio de las formas externas; las costumbres, las buenas maneras, que dirían los ingleses. Enlazada con la página se encuentra la imagen del viñedo, el pago, el afán de cultivar la tierra y obtener un fruto. Palabras con una etimología común, subraya Quignard, serían página, país, paz… De este modo, pacificar una región se asemejaría mucho a civilizarla y hacerla productiva frente a la barbarie de las tierras sin roturar. Quizás una biografía no consista sino en paginar la propia vida, en darle un orden y una consistencia. Fuera de sus márgenes –de los márgenes de la civilización y de cierta dosis de realismo, quiero decir–, nos adentramos en un campo lleno de señuelos engañosos y de animales salvajes: un mundo peligroso. En una de sus crónicas parlamentarias, escrita durante la II República, Josep Pla observó: “Hem de prescindir de profecies, de castells de cartes, de problemes previs formals; hem de superar l’etapa infantil de la política, etapa que consisteix a confondre la realitat amb les abstraccions desitjables”. Se refería al problema catalán, pero en realidad hablaba de una cuestión universal. Haríamos bien en pedir leyes paginadas, debates matizados, países ordenados e informaciones contrastadas. Aunque no sé si por este orden.
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Subimos con los niños hasta lo alto del pico que preside el Valle de la Jara. Tierras áridas pero no agostadas a estas alturas del año. Algún riachuelo serpentea hacia abajo, esperando dar de beber a los venados que proliferan por estos bosques. En los nombres de las aldeas resuenan ecos de una vida antigua –El Enjambre, Gargantilla, La Mina, Anchuras, Sevilleja– que ya apenas intuimos. Los niños se quejan de la dureza del ascenso y del frío en la cima. Es cierto que son muy pequeños y que aquí el aire resulta cortante para los abrigos que llevamos. Pienso entonces en la distinción entre la ternura y el amor. Se puede ser tierno instintivamente, aunque no se puede amar sin esfuerzo ni cicatrices. Es algo que tenemos que aprender en algún momento, seguramente a lo largo de toda la vida. Ser adulto consiste también en ir encajando sin quejas ese rigor que nos prohíbe los atajos.
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Antes de cenar salgo a pasear por las calles de un pueblo casi deshabitado. Un fraile escolapio se retira en casa de su madre, dos perros me ladran al pasar. En el bar suena una zambomba y un coro de hombres que cantan apremiantes al nuevo año que se anuncia. La luz resulta escasa; la noche, espesa. Una luna diminuta, ensangrentada, nos saluda desde Extremadura. Las casas cerradas, blancas y viejas, son de una pureza azoriniana. Unas quinceañeras bailan frente al televisor. Pronto caerá la helada, como una maldición de frío y de escarcha. En España, el mundo rural sobrevive como el esqueleto de un tiempo pasado: un lugar que sobre todo palpita gracias a la melancolía.
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Al brindar con cava saludamos un año que deseamos feliz, pero de cuyos capítulos desconocemos el contenido último, la escritura de sus días. Haríamos bien en limitarnos a lo conocido: salud, trabajo, amistad, amor; evitar el resabio de la vulgaridad; intentar corresponder a la conciencia como se debe y, en la medida de lo posible, reír más que llorar, conservar en la retina las horas agradables más que las desagradables. En resumen, confiar y esperar.
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Ver, por ejemplo, la alegría de mis hijos que comparten sus primeras doce campanadas con los primos, mientras intentan no atragantarse con las uvas. Pienso entonces que la felicidad de los niños constituye el lagar del cual se extrae el mejor mosto, que será el fermento del Edén. Y de algún modo sé que, cuando nosotros ya no estemos, su memoria seguirá alimentándose de aquellos días en que, juntos, intentamos reproducir la gramática de una vida más bella.
Maravillosos apuntes, Daniel. Feliz año para ti y para todos los lectores de este blog.
¡Muchas gracias, David! Lo mismo te deseo y gracias por colaborar con este blog.
Gracias por compartir, Dani. Me quedo con las raices de las que brotaran los árboles de mañana. Esa memoria viva en la memoria de nuestros hijos, que no es sino nuestra propia trascendencia. Fuerte abrazo.