Entre los muchos retos que le esperan al gobierno en estos próximos años, hay uno central: reducir a mínimos la crispación social y política. Esto exigirá que Rajoy adopte gestos de responsabilidad suficientemente creíbles para que las distintas sensibilidades parlamentarias comprendan que los tiempos han cambiado y que la nueva transición –si todavía cabe utilizar esta expresión, confusa y gastada– tiene que ver tanto con las formas como con el fondo, tanto con el estilo como con el contenido.
Con sus discursos altivos y arrogantes, de una falsa superioridad moral, los portavoces de Podemos, ERC y Bildu han facilitado esta operación durante la sesión de investidura. Hay un corte radical que divide en dos al parlamento y que difícilmente se puede cerrar cuando una de las partes sólo ve en el adversario un enemigo al que demonizar –de hecho, al que expulsar de la vida democrática–. En una columna publicada esta semana en La Vanguardia, el escritor Antoni Puigverd subraya que, al desbloquear la situación política con su acto de generosidad, “el PSOE reconoce que la existencia del PP es positiva. Y este reconocimiento es una impugnación radical de su propia tradición política: durante décadas el PSOE ha educado a sus votantes en el rechazo moral a los populares; ha descrito al PP como un dóberman”. Este primer paso de los socialistas debe ser correspondido con la generosidad y la mano tendida del gobierno y de los partidos de la estabilidad, que son también –o deberían ser– los de la reforma. Ahondar en la puerilidad maniquea del discurso de Pedro Sánchez –mimético hasta extremos grotescos con el de Pablo Iglesias– o dar motivos al PSOE para que se arrepienta de su decisión rompería, pienso que definitivamente, en dos a nuestro país. Al país constitucional, me refiero: el que ha crecido, ha progresado y se ha modernizado de acuerdo con el respeto a las instituciones y a la bandera europea. La España constitucional es –que nadie lo dude– lo contrario de una nación cainita, condenada a repetir una y otra vez el perverso bucle del odio y la confrontación. En una casa dividida nadie queda indemne.
Atajar la crispación va más allá de la política, aunque hunda sus raíces en una representación continua, en un atrezzo que confunde los sentimientos con la razón y las virtudes públicas con la excitación ideológica. Al respecto, el profesor Manuel Arias Maldonado acaba de publicar un brillante ensayo: La democracia sentimental. Tiempo habrá de volver a él. Pero lo que cuenta ahora es la urgencia de responder con altura de miras al gran desafío político de nuestro tiempo y eso pasa por recuperar la conciencia de la Transición, que fue una conciencia de pacto y no de choque, de articulación social y no de división, de esperanza en un futuro mejor y no el resultado de una torva melancolía, insensible a la necesidad de conciliar las diferencias. El gesto del PSOE ha servido para desencallar el bloqueo político y también para dejar en evidencia el auténtico cariz del populismo, agresivo y chillón, aunque a su vez debería mover a un nuevo entendimiento, a un acuerdo de mínimos que apaciguase el país y facilitase, en primer lugar, una serie de pactos de Estado y, sobre todo, un marco de debate más racional que limite la excesiva teatralización de la vida pública. Y ése es un trabajo que no puede hacer solo el PSOE.
Artículo publicado en Diario de Mallorca.
He visto cómo en EEUU, después de una campaña poco ejemplar, los candidatos se elogiaban mutuamente. Allí saben distinguir cuándo hay que hacer campaña y cuándo hay que gobernar. Esto en España es impensable.
La actitud del PSOE, ciertamente, supone un cambio de tendencia respecto a la larga tradición cainita de la izquierda española. El precio. ya lo vemos, ha sido alto: un partido desgarrado y con un futuro incierto.