Casi cada noche procuro leerles un cuento a mis hijos, sobre todo clásicos, a poder ser sin adulterar. Con frecuencia son historias terribles, de una ingenuidad nada inocente. En ellos, el mal no sólo existe, sino que actúa con una crueldad manifiesta. Hay padres que abandonan a sus retoños, brujas que devoran a los niños, falsos príncipes, reyes cobardes. En Hansel y Gretel, uno de los relatos más conocidos de los hermanos Grimm, vemos cómo una malvada madrastra engatusa a su incauto marido para que abandone a sus hijos en medio del bosque. Reflejo quizá de épocas de hambruna, el argumento que emplea la mujer es de una lógica utilitaria aparentemente aplastante: “Si no lo hacemos así –urge a su marido–, moriremos tú y yo. ¿Y luego qué será de ellos? ¿No es mejor que sobrevivamos nosotros, ya que estamos todos condenados?” El lector atento sabe que la madrastra miente y que, en realidad, es la bruja que habita en la casa de chocolate –uno de sus señuelos– y lo que desea es comerse a los niños. En otro relato clásico, proveniente de la misma tradición centroeuropea, Blancanieves, encontramos a una reina presumida y envidiosa que ordena a un cazador de la corte que se lleve al bosque a la princesa, y que allí la mate y le extraiga el corazón. El buen hombre no es capaz de cometer tal crimen, aunque está convencido de que la muchacha no sobrevivirá ni una sola noche. Se equivoca y al final es ella la que triunfa; pero eso el niño sólo lo descubre cuando el relato termina, no antes. Los cuentos clásicos nos invitan a esperar contra toda esperanza. O lo que es el mismo, nos invitan al optimismo de la bondad en un mundo enloquecido.
Para el escritor inglés G. K. Chesterton, no era otra la auténtica clave de la literatura infantil: mantener un núcleo de cordura, nobleza y honor en medio de la crueldad sin tregua de la Historia. En su ensayo La abuela del dragón, Chesterton afirma que, “en los cuentos de hadas, el universo se vuelve loco, pero el héroe no”. Y, de hecho, son los protagonistas de estos relatos los que atesoran las virtudes morales y quienes nos enseñan que hay que respetar a los débiles, cumplir con las promesas, no rendirse jamás, luchar por lo que uno cree y, por supuesto, reconciliarse con los adultos si es posible. Son estos niños bondadosos, nobles e ingenuos –aunque no tontos ni cobardes– los que sostienen la esperanza. Sin ellos, el mundo seguiría siendo un lugar mágico y asombroso, pero estaría regido solo por una lógica cruel carente de sentido. Y, por eso mismo, sería un mundo mucho más frágil e inhóspito.
Los psicólogos hoy en día creen en el valor terapéutico de lo que se denomina el “apego seguro”. Nos criamos en la confianza de que nuestros padres y cuidadores no nos abandonarán; de modo que, de una forma natural, nos educamos en la certeza de que vivimos en un mundo habitable y relativamente seguro. La lección de los cuentos clásicos es la opuesta: a pesar de que la Historia ofrece pocos motivos para la esperanza, si nos adherimos a unos pocos principios fundamentales –la valentía y el optimismo, el esfuerzo y la sensatez, la honestidad y la generosidad–, saldremos adelante en cualquier circunstancia. Y los cuentos infantiles también nos enseñan que bastan unos pocos hombres así para desenmascarar la mentira, cuando una sociedad ha enloquecido debido al poder, el dinero, el populismo o la demagogia. El periodista y escritor Arthur Koestler conoció a este tipo de hombres y habló de ellos a raíz de un largo viaje por la Rusia de Stalin. “Creaban alrededor de ellos –escribió– pequeñas islas de orden y dignidad en un océano caótico y absurdo. Estaban motivados por un profundo sentido de responsabilidad en un país en el que todo el mundo teme y evade las responsabilidades. Su comportamiento se caracterizaba por el honor y por una dignidad inconsciente, allí donde estas palabras son objeto de ridículo.” En un mundo deshumanizado –como era la Unión Soviética–, esos hombres conocían los cuentos clásicos. Y estoy seguro de que también ellos creían en el valor imperecedero de las palabras y de los principios.
Artículo publicado en Diario de Mallorca.
Excelente artículo sobre un tema de gran profundidad e importancia. Bruno Bettelheim, en «Psicoanálisis de los cuentos de hadas», una obra interesante aunque no se esté de acuerdo con muchas de sus interpretaciones, que puedan parecer forzadas, hace notar que «la verdad de los cuentos de hadas es la verdad de nuestra imaginación, no de la causalidad normal», a la vez que lamenta que muchos «padres modernos» huyan de contar cuentos de hadas a sus hijos por el hecho, simplemente, de que no cuentan realidades sino fantasías.
¿Qué es un niño sin fantasía? Un viejo prematuro. Un dependiente sin esperanza. ¡Qué afortunados son los hijos de Daniel Capó!