Foto: J. J. Guillén
España es una casa dividida que mira hacia el paisaje de la nostalgia. La melancolía recorre todo el discurso político de la nación, aunque se trata de dos tipos de nostalgia de signo aparentemente opuesto. Para los partidos de la estabilidad –PP, PSOE, C’s–, la añoranza apela a una palabra mágica, la Transición, y a una época, los primeros treinta años de democracia. De finales de los setenta a la crisis del 2008, el empuje modernizador fue evidente. A pesar de las tensiones no resueltas, el país miraba con optimismo hacia su futuro: la renta per cápita aumentaba de forma considerable, crecía la clase media, se recuperaban derechos y libertades, se construía un envidiable Estado del Bienestar y ETA era derrotada. La demografía jugaba a favor nuestro, al igual que la inversión exterior, la internacionalización de la economía y el deseo compartido por dejar atrás un pasado gris.
En cambio, para los partidarios de la ruptura –Podemos y sus confluencias, los partidos soberanistas–, la nostalgia es de un signo contrario a los valores de la Transición. Donde unos perciben las bondades del pacto y la cesión –lo que, en el fondo, constituye la esencia del parlamentarismo–, la nueva política repara en el cinismo, la cobardía y la traición: el semillero, si me apuran, de la corrupción posterior del sistema. Y, por supuesto, cuentan con bazas para defender su postura: los vicios recurrentes de la partitocracia, el debilitamiento de las políticas de cohesión social, las evidentes reticencias de las elites a plantear reformas que afecten a sus privilegios y la magnitud del paro estructural. Aunque, a la hora de plantear soluciones a estos dilemas, dichos movimientos acuden a una modalidad distinta de la nostalgia: una sentimentalidad utópica que cree en las respuestas de laboratorio. Nada hay más rancio y anticuado que las lecturas marxistas de la economía o que la parcelación en compartimentos estancos de la soberanía nacional, pero poco importa la racionalidad ante la promesa de un mundo perfecto. A uno y otro lado del espectro político español, el señuelo de un pasado mejor representa el canto de sirenas de nuestro tiempo. No se trata sólo de una tentación nacional, sino de un virus que se extiende por todo el mundo civilizado, como hemos podido comprobar estos días en el Reino Unido.
Hablo del bucle melancólico, que es la lectura que propone Yuval Levin en The Fractured Republic, un ensayo que se ha publicado hace pocas semanas en los EE.UU. El libro se centra en la influencia saturniana que está fracturando la sociedad americana; si bien, como acabamos de constatar, esta tesis admite con facilidad una interpretación en clave europea y española: la casa dividida que busca en la nostalgia soluciones improbables a problemas complejos. En cierto modo, las elecciones de hoy así lo prueban. El país en su conjunto ha virado hacia la estabilidad, apoyando el eje central del bipartidismo histórico, pero se encuentra todavía profundamente polarizado. Que se haya evitado el error histórico del sorpasso evidencia que, entre nosotros, continua latiendo el moderantismo, la voluntad de pacto y el anhelo de Europa. Rajoy, sobre todo, pero también Pedro Sánchez salen reforzados, del mismo modo que Iglesias y Rivera han perdido momentum, aunque sean por motivos muy diversos. La caída de Ciudadanos era previsible si tenemos en cuenta la apelación al voto útil en un contexto muy especial, a lo que se suma su escasa penetración en la España rural. El caso de Podemos es distinto, porque aquí su fracaso demuestra que los españoles desean cambio, pero no a cualquier precio, reformismo pero no ruptura.
De las dos nostalgias, la que se ha frustrado esta noche es la que responde a la sentimentalidad utópica. Pero eso no significa que la nostalgia contraria haya triunfado. Levin señala que no debemos buscar respuestas en el pasado, sino orientar nuestros esfuerzos hacia el futuro. Importan más los principios que la ideología y la necesidad de crear nuevos consensos más que la añoranza de utopías y de épocas pretéritas. Una de las características principales de la democracia reside en el respeto hacia su propia imperfección. Y la voluntad de ir limitando sus errores, gracias a la experiencia y el impulso de progreso. No debemos olvidarlo ahora que estamos llamados, de forma inexorable, a un gran pacto, a un nuevo consenso generoso, plural y en común. Y en el cual, tanto el PP como el PSOE, con la ayuda necesaria de Cs, están destinados a jugar un papel fundamental. Sólo esa coalición, con un ánimo de verdad reformista, responde a la transversalidad mayoritaria de este país.
Artículo publicado en Diario de Mallorca.
Te felicito Daniel por tu evaluación mesurada y pragmática de la política española. La transición fue un compromiso valiente de moderación y parcial reconciliación. Pero como bien sugieres no hay necesidad de anclarse en el pasado. La perfección de las prácticas democráticas y el estado de derecho depende de los compromisos actuales y futuros. Aunque un tanto desgastados por ese lastre que es la corrupción y también por la falta de imaginación política, el PP y PSOE son prototipos del pragmatismo político. Cs es una fuerza nueva que respeta ese pragmatismo. De estos tres partidos depende el futuro de la estabilidad española. Los partidos nacionalistas son intolerantes y xenofóbicos. Así que estos pertenecen al pasado. Podemos, con su agenda postmodernista, prometen una “revolución permanente.” Esa utopía tiene un pasado oscuro y siniestro.
Vicente Medina Álvarez
Profesor de Filosofía
Seton Hall University
EEUU