A principios de los años noventa, el discurso económico empezó a adquirir una tonalidad monocroma. Los países escandinavos, sujetos a la exigencia de recapitalizar la banca y de recuperar la competitividad perdida, vivían una particular crisis de modelo. La Europa poscomunista ofrecía un paisaje industrial devastado. Japón iniciaba su particular travesía del desierto, entre la deflación, el invierno demográfico y un crecimiento que se mantendría anémico durante las dos siguientes décadas.
Se trataba de una dogmática estricta, cuyo credo aspiraba a minimizar las políticas públicas. Había que bajar los impuestos, flexibilizar los derechos laborales, privatizar los sectores estratégicos… De forma gradual, las joyas de la corona se fueron convirtiendo en oligopolios privados, sin que se introdujeran suficientes criterios de competencia. Cabe pensar que, a largo plazo, el Estado se empobreció, a pesar de la retórica del capitalismo popular que preconizaba Margaret Thatcher. Al mismo tiempo, las rebajas impositivas favorecían a las rentas más altas y, sobre todo, a las que no dependían de una nómina. La laxitud financiera permitió que se fuera creando una enorme burbuja que terminaría por ahogar a no pocos países en un océano de deuda. La socialdemocracia se quedó sin discurso. O eso parecía. La metafísica de la política obedecía entonces a criterios exclusivamente neoliberales.
Hoy ya no es así. Asia ha entrado en escena sin clonar por desgracia las bondades de la democracia parlamentaria, África aspira a convertirse en la gran esperanza del siglo XXI e Iberoamérica se mueve entre el populismo y la respetabilidad. Los EE.UU. mantienen su liderazgo global, en gran medida gracias a la innovación tecnológica, cuyo epicentro radica en las empresas del Sillicon Valley. Ya ven que la Historia tiene la mala costumbre de quebrar nuestros marcos ideológicos. La socialdemocracia ha regresado como un modelo de éxito en Escandinavia, Obama aspira a reivindicarse como presidente gracias al ObamaCare y el principal debate político de nuestros días gira en torno a la asfixia de las clases medias y a la acumulación de la riqueza en unas pocas manos. Piketty manda: la economía continúa rigiendo nuestras vidas, pero el mundo ya no es sólo conservador.
Tanto España como el Reino Unido nos pueden servir de ejemplo. David Cameron llegó a las elecciones de 2015 con un país en franca recuperación y una tasa de paro –del 6%– que firmaría cualquier nación desarrollada. De un modo similar, Mariano Rajoy recibió un país quebrado y lo deja, cuatro años más tarde, creciendo al 3%. Buenos datos que no sabemos todavía si se traducirán en sólidas mayorías parlamentarias. Es seguro que las cortes se atomizarán, mientras entran en escena nuevos temas de debate: el soberanismo en Cataluña y en Escocia, el reto de compaginar el recorte del déficit con las necesidades sociales, la condición precaria del empleo que se crea, el incremento de la disparidad salarial… Muchas de estas dificultades no las han creado las políticas conservadoras; otras, en cambio, sí. Encontrar puntos de equilibrio entre la eficiencia productiva y una redistribución suficiente en un entorno especialmente complicado será esencial en la solución de este debate. Así, medidas como la concesión de una renta complementaria para los salarios más bajos, la reforma educativa o una simplificación impositiva adquieren todo su sentido. Los problemas de hoy no se resolverán con soluciones de los noventa. Esto parece seguro. Y es curioso que, entre las aristas punzantes del populismo, se imponga una especie de centrismo pragmático y polícromo que apuesta sencillamente por el realismo de lo que ha funcionado en otros lugares.
Artículo publicado en Diario de Mallorca.
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