Los horarios de mi casa fueron siempre peculiares. O, al menos, en apariencia. Mi madre, con razón, imponía un modelo nórdico a la rutina diaria. Nos levantábamos temprano –en verano, en casa de mis abuelos, por lo general antes de las siete–, comíamos entre las doce y las doce y cuarto, y cenábamos a las seis o a las seis y media; nunca más tarde. Quizás en julio y agosto, con los días más largos, fuera a las siete, aunque no estoy seguro. La hora del ir a dormir se fijaba también con precisión cronométrica: hasta los seis o siete años, nos acostábamos a los ocho; después, y hasta el bachillerato, a las nueve.Horarios europeos, sin duda, pero también horarios antiguos, anteriores a los que la acelerada urbanización de nuestro país y el desarrollismo franquista habían impuesto. De hecho, los libros de historia confirman que el ritmo de vida en el campo no resultaba muy distinto al que todavía hoy define la cultura de buena parte de Europa. Era un ritmo monástico, solar.
Los horarios españoles y europeos empezaron a divergir hace casi un siglo y ahí siguen, marcando un foso civilizatorio no exento de consecuencias. Eurostat acaba de publicar un gráfico en el que salta a la vista nuestra excentricidad: nos levantamos más tarde, comemos más tarde, trabajamos mucho más tiempo, cenamos a unas horas intempestivas y, por supuesto, no dormimos lo suficiente. Los efectos sobre la productividad laboral y sobre la vida familiar son devastadores. Nuestros hijos duermen relativamente poco en comparación con los niños europeos y ven menos a sus padres de lo que sería recomendable. Los horarios comerciales en España imponen la jornada partida, lo cual prolonga el trabajo hasta las ocho, sin contar el camino de vuelta a casa. Cenar en familia supone hacerlo a las nueve –prime time de los noticiarios españoles–, que los niños se acuesten a las diez y que los padres alarguen la velada hasta la medianoche o incluso más. Los horarios de la televisión se ajustan como un guante a este alocado rompecabezas. Incluso las películas de dibujos animados, que marcan el prime timeinfantil, convierten a nuestros niños en noctámbulos. Los expertos en la educación recalcan la importancia de un buen desayuno para el rendimiento escolar. Me pregunto cuál debe ser la repercusión de no descansar lo suficiente. Seguro que hay estudios al respecto.
La buena política no es sólo la que responde a nuestras costumbres y prejuicios, sino también la que se impone desde arriba como un mandato de modernización. Ése fue el caso –y una de las mejores medidas que impulsó Zapatero– de la prohibición de fumar en espacios públicos. O, mucho antes, la obligación de utilizar cinturones de seguridad en los coches o cascos en las motos y bicicletas. Fueron imposiciones polémicas en su momento, no especialmente bien recibidas por una parte de la sociedad. Sin embargo, al cabo de pocos meses, apenas ya eran discutidas y los nuevos hábitos se iban consolidando con naturalidad. Como ocurre siempre o casi siempre, el hombre es un animal de costumbres… cambiantes.
Los gobiernos temen el reformismo, porque creen que va en contra de sus intereses electorales. Lo cierto, en cambio, es que cuando las leyes son justas muy pronto se abren paso entre la ciudadanía y terminan siendo aceptadas. Favorecer horarios de trabajo razonables, que permitiesen la conciliación con la vida familiar, redundaría en beneficio de todos. Los trabajadores aumentarían su productividad y seguramente se reduciría el fracaso escolar, al poder los padres dedicar más tiempo a sus hijos. Del mismo modo, habría que extender las bajas por maternidad como mínimo hasta los seis meses o, de forma ideal hasta un año completo, al igual que se hace en los países escandinavos. Al principio, las empresas jurarían en arameo en contra del gobierno, pero pronto descubrirían las ventajas de ser europeos también en esto. Como sucedió con el tabaco, el casco y el cinturón de seguridad. Y ese reformismo, que además debería servir para mejorar las ayudas económicas a las familias, sería sin duda recompensado por los electores más pronto que tarde. Lo cual, creo yo, no sorprendería a nadie.
Artículo publicado en Diario de Mallorca.
¡Cuánta razón tiene Daniel Capó! La cultura del «presentismo», de «estar presente» en el lugar de trabajo es nefasta. Nadie, en su sano juicio, puede pretender que una persona que ponga los cinco sentidos en su trabajo pueda trabajar a pleno rendimiento durante más de ocho horas diarias, día tras día. De hecho, ocho horas son necesarias para poder rendir plenamente durante cinco o seis. Hay quien está diez o doce horas fuera de casa, haciendo ver que trabaja, pero el rendimiento es más que discutible. No sé si una decisión política sobre horarios cambiaría mucho las cosas. Quizás ayudara un poco. La mayor responsabilidad está en buena parte de los directivos de las organizaciones, que favorecen esta comedia de alargar jornadas, en gran medida porque muchos de ellos tienen una vida «no profesional» bastante pobre, sin inquietudes culturales, sin dedicación a la familia. Si ellos no se van de la oficina antes de las ocho sus «subordinados» tampoco se atreven a irse.Estos últimos pierden el tiempo navegando por internet de la misma forma que sus jefes lo pierden reuniéndose sin orden del día o tomándose tres horas para una comida de trabajo. Siempre que he tenido responsabilidades directivas sobre un equipo de profesionales he abandonado la oficina, de forma recurrente, antes de las seis y media. Y, haciéndolo yo, un minuto más tarde lo hacían también los profesionales de mi equipo. Y no rendíamos menos que otros, sino incluso más, sencillamente porque lo que les pedía era «trabajo hecho» no «horas de permanencia». No es esta la práctica común, desgraciadamente. Pero espero que, poco a poco, se vaya imponiendo.