Prosigue la parálisis española. Rajoy se enquista, mientras contempla impasible la quema de su partido. Asistimos a los minutos finales del aznarismo con la caída de la mayoría de sus validos. De Jaume Matas a Esperanza Aguirre, de Bárcenas a Rodrigo Rato, el PP de Aznar se desintegra, azotado por el pedrisco de la corrupción. El conservadurismo que subió al poder a mediados de los noventa, y que vivió sus momentos dorados con la derrota de ETA y la entrada de España en la moneda única, llega ya agotado y sin mensaje a la segunda década del siglo XXI. Todo el prestigio que pudo tener lo ha dilapidado, a pesar del aceptable manejo de la crisis económica durante esta legislatura. La política no es sólo economía, sino también mensaje, discurso, narrativa, representación; ingredientes que han faltado durante los años de Rajoy. Nos movemos en el campo de los valores y de la hegemonía cultural, un terreno que ha perdido el centroderecha constitucional a manos de la extrema izquierda. El PP se descompone y el presidente del gobierno continúa desaparecido.
La actuación de Pedro Sánchez ha sido mucho mejor en este largo mes desde las elecciones del 20-D. Los socialistas comparten con los populares el desgaste del bipartidismo y de la Transición, pero cuentan con mejores engarces. Por un lado, su ristra de corruptelas es menos aparente y resulta menos tóxica. Por el otro, su juego de cintura hacia el centro, la izquierda y el nacionalismo es más hábil. El PSOE goza de una credibilidad histórica –heredada de la República– de la que carecen los conservadores, a los que todavía –con motivo o sin él– se los percibe desde la izquierda como herederos del franquismo. Sánchez ha buscado en Ciudadanos y en el PNV dos aliados de centro con los que poder dominar las aguas crecidas de Podemos. Con Ciudadanos tantea un programa de corte reformista que ahuyente los males del bipartidismo. Con el PNV pretende hallar una salida al conflicto territorial, cuyo epicentro continúa en Cataluña.
El problema del PSOE se sitúa a su izquierda y a su derecha. Un PP asediado por la corrupción debería dar un paso atrás y facilitar un gobierno de centro, mientras procede a su refundación. O a algo similar. Pero no parece que por ahora tenga intención de hacerlo. La generosidad de Pablo Iglesias brilla también por su ausencia, mientras se comprueba que su única forma de diálogo es el maximalismo. Podemos no piensa en clave de gobierno, sino en función de la hegemonía cultural que quiere imponer a la sociedad española. Destruir el relato de la Transición fue su primer objetivo, como ahora pretende desintegrar al PSOE (y de paso, objetivo casi cumplido, a IU). Marcar como líneas rojas un presupuesto imposible, que rompería con los necesarios pactos de estabilidad europeos, al tiempo que exige balcanizar la soberanía nacional sólo puede interpretarse como voluntad de derribar al PSOE, explotar sus diferencias internas y, en definitiva, acelerar las condiciones para que se convoquen nuevas elecciones.
Volver a dar la palabra a la ciudadanía constituye hoy la hipótesis más probable y seguramente un error ya que los resultados no variarían en exceso. Los problemas políticos además deben ser resueltos por los políticos, sobre todo cuando las últimas elecciones fueron hace apenas un mes. En todo caso, cualquier acuerdo casi me parece mejor que la falta de acuerdos, siempre que vaya en la línea de la moderación y de lo posible, esa estupenda sensatez de las democracias imperfectas.
Artículo publicado en Diario de Mallorca.
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