En 1929 Joan Miró y Pilar Juncosa pasaron su luna de miel en el hotel Illa d’Or del Puerto de Pollensa. Uno se imagina la atmósfera festiva que se respiraba en la isla, a pesar de la crisis económica internacional. El turismo empezaba a despegar, con los oficiales ingleses que, destinados a la India, descubrían Mallorca en su camino de regreso a casa. Las Baleares se abrían al mundo, que es como decir que el mundo revelaba uno de los rostros del paraíso.
Robert Graves llegó a Deià en 1929, persiguiendo la luz pura del Mediterráneo. Walter Benjamin alternaba Capri con Ibiza. El menorquín Mario Verdaguer traducía a Zweig y a Thomas Mann. Dietrich Bonhoeffer predicaba a los feligreses alemanes en el Gran Hotel de Palma. En 1931, fue Ernst Jünger y su familia —Gretha, y sus dos hijos, Ernstel y Alexander— quienes también eligieron el hotel Illa d’Or, de nuevo en el Puerto de Pollensa. En su novela Juegos africanos, el escritor alemán narra la fascinación que le suscitó el paisaje de Mallorca: “La isla se me ofrecía como el puesto avanzado de un mundo aún más bello y peligroso o como el preludio de aventuras de naturaleza fantástica”. Sabemos que subió hasta la Talaia d’Albercutx, de camino a Formentor, y que visitó la ermita de Santa Magdalena, en Inca, y el castillo de Bellver. Entre la media docena de fotografías que se conservan de su estancia en Mallorca, hay una en la que pasea junto a su mujer, vestido con americana a rayas, pajarita y bombachos —viva imagen de la culta burguesía europea—. Apenas unos años más tarde, España y Europa se convertirían en sinónimos del terror. Ninguna historia es lineal, ni siquiera las felices.
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