Los conflictos surgen cuando fallan los equilibrios y aparece la inestabilidad. Oriente Próximo es uno de esos puntos en continua tensión, que se presenta como una sucesión de nudos gordianos. El día en que Irán aceptó un acuerdo con Occidente sobre la energía nuclear, no sólo Israel se puso nervioso (y con motivo, si hacemos caso a un analista tan fino como Ari Shavit, autor de Mi tierra prometida). Entraba en juego la primacía regional que, históricamente ha mantenido Arabia Saudí, el otro gran Estado del Golfo.
Se ha hablado mucho de las diferencias religiosas entre ambos países –muchos suníes ni siquiera consideran musulmanes a los chiíes–, pero de nuevo se trata de un factor secundario frente a las necesidades perentorias del poder. En la medida en que los Estados Unidos optan por un cierto alejamiento de la región, en una apuesta que ya no prioriza en absoluto la relación con ninguno de sus antiguos aliados musulmanes (Arabia Saudí y Turquía), la tensión se agrava. En medio encontramos una ristra de estados fallidos –de Siria a Iraq–, una democracia continuamente amenazada por sus vecinos, como Israel, y un ejército terrorista de ideología milenarista que aspira a someter vastos territorios con su brutalidad. La caída del precio del petróleo –en parte promovida por el gobierno de Riad– forma parte de este agrietamiento general de la región.
Volvamos la vista a los acontecimientos de estos últimos días. Arabia Saudí anunció el pasado sábado la ejecución de un alto clérigo chií, el jeque Al Nimr, lo cual fue interpretado por Irán como una provocación. La reacción del régimen de los ayatolás fue inmediata. El portavoz del Ministerio de Asuntos Exteriores acusó a sus vecinos de usar “el lenguaje de las ejecuciones y la represión con sus críticos internos, mientras apoya a los terroristas y a los extremistas suníes”. En la madrugada del domingo, la embajada saudí en Teherán sufría un importante ataque con cócteles molotov lanzados por una turba encolerizada. Las protestas de las amplias minorías chiíes se han sucedido en muchos de los Estados del Golfo y las relaciones diplomáticas entre ambos gobiernos se han roto. Y no sólo entre ellos dos, ya que otros países como Kuwait o Baréin también han cerrado sus embajadas en Teherán. El riesgo de un conflicto de escala mayor se incrementa a medida que sube el tono de las amenazas, pero paradójicamente el precio del petróleo continúa su desplome sin que parezcan afectarle las bravatas de los actores implicados, lo que tal vez indique que la región ha entrado en una especie de guerra fría, como lleva años augurándose, sin consecuencias mayores.
Es probable que sea así. Nada presagia un enfrentamiento directo entre las dos grandes potencias del Golfo, entre otros motivos porque su efectividad sería escasa para ambos contendientes y tampoco la alentarían, ni mucho menos, los Estados Unidos o cualquier otra superpotencia. Como en un mal remedo de la doctrina kennaniana de la contención, la clave es dejar que las escaramuzas dialécticas y los gestos hostiles hagan el trabajo sucio, mientras lentamente –por medio de una labor que puede llevar décadas– surge un nuevo equilibrio entre los principales implicados: Irán, Arabia Saudí, Israel y Turquía. Seguramente el bajo precio del crudo, por su efecto sobre la calidad de vida de los respectivos países, y la viralidad del terrorismo islámico son riesgos muy superiores a una guerra eventual que, por ahora, no se divisa en el horizonte.
Artículo publicado en Diario de Mallorca.
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