Las épocas de incertidumbre suelen ser también tiempos de sorpresas, aunque no necesariamente de pesimismo. La fragmentación parlamentaria refleja la sociología actual en una Europa atomizada y con tintes identitarios. Lo singular del caso español, en cambio, consiste en la dificultad de manejar el actual puzle político, sin romper con determinadas inercias del pasado. ¿Dónde situar la línea divisoria? ¿En los bloques ideológicos? ¿En la fractura generacional? ¿O en el foso que separa la estabilidad de los populismos antisistema? Seguramente en lo último. Sin duda hay múltiples Españas, pero una sola cuestión crucial: si nos aventuramos en el territorio minado de los que propugnan soluciones radicales o decidimos no hacerlo.
El pasado 20 de diciembre, la sociedad española dijo adiós al bipartidismo, aunque no a la moderación. El núcleo duro del país sigue creyendo en el consenso y en las reformas, en Europa y en el respeto legal e institucional. Ceder a la tentación inmediata de unas elecciones anticipadas constituiría un grave error, entre otros motivos porque sería un fracaso de la política y supondría devolverles la pelota a los ciudadanos. Al igual que el conjunto de Europa, España precisa de un reformismo valiente que mire de frente nuestros problemas estructurales. Esto exige tiempo, sosiego, decisión y fortaleza. En las próximas décadas, la calidad de vida de los españoles dependerá de nuestra capacidad de insertarnos plenamente en el sistema productivo mundial, de ganar cuota de mercado, de ser más abiertos, innovadores y competitivos. Dependerá de lo que se conoce como “capital humano”, que es como hablar de la educación y la enseñanza, en un país donde el emperador sigue desnudo. Dependerá de la solidez de las cuentas públicas en un entorno deflacionario y de fuerte endeudamiento –una combinación tóxica– y de la mejora del perfil demográfico (cada vez más envejecido). Dependerá de la flexibilidad laboral y de la generación continua de oportunidades frente a las rigideces de antaño y las falsas seguridades de un trabajo de por vida. Dependerá de nuestro talento para modernizar el Estado del Bienestar, atenuar las diferencias sociales y garantizar la dignidad de todos los ciudadanos. Dependerá de la recuperación el prestigio de la clase política y el pacto de confianza mutua entre unos y otros…
Cronificar los problemas no equivale a solucionarlos. El PP puede adoptar una mirada cortoplacista y pensar que la repetición de las elecciones le favorecerá electoralmente por la concentración del voto, pero sería un error que agravaría los problemas en lugar de solucionarlos. El PSOE puede sentirse tentado a tender puentes con una izquierda que pretende arrebatarle la hegemonía y romper las reglas de juego que nos hemos dado entre todos. Si no tiene visión de Estado, se equivocará de nuevo. Ciudadanos tampoco puede mantener un abstencionismo irresponsable ni un decálogo de máximos. Los tres partidos deben negociar y pactar, no un acuerdo de corto recorrido, sino a cuatro años, que afronte los graves problemas del país: la cuestión territorial, la independencia del poder judicial, la reforma de las administraciones, las rigideces en el mercado, las dificultades sociales, la modernización tributaria y los ajustes fiscales, un modelo educativo y científico estables… Programáticamente, hay margen operativo, pero hace falta confianza y tiempo. Una gran coalición para uno o dos años no resolvería nada, sino que lo emponzoñaría todo aún más. La gran coalición debe sembrar para las próximas décadas, trabajar para el futuro de nuestros hijos. Exigirá flexibilidad, renuncias y valentía. También capacidad de diálogo y de escucha. No es un pacto de perdedores, sino el reconocimiento de lo que el país quiere y necesita: reformas valientes, consensos amplios y políticas de Estado.
Artículo publicado en el Diario de Mallorca.
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