La teología de la liberación: ayer y hoy

por | Nov 30, 2015 | Política | 1 Comentario

A principios del siglo XX, el abuelo del poeta José Watanabe emigró de Japón a Perú para trabajar como bracero en uno de los latifundios del país. Era un hombre minucioso, espiritual, tímido y reservado, con una marcada vocación artística. Pronto dejó el campo y empezó a pintar pequeñas piezas religiosas que le encargaban en las parroquias del lugar o en algunos conventos de frailes y monjas. Era una pintura impregnada de un silencio casi oriental, pero que no acababa de convencer a los clérigos. Les disgustaba su excesiva frialdad y echaban en falta el patetismo del dolor. ¿Por qué tanto silencio?, inquirían sorprendidos aquellos religiosos, demasiado acostumbrados al estilo gesticulante del Barroco español. Y entonces, al viejo Watanabe, no le quedaba más remedio que aceptar a regañadientes la crítica y terminar manchando de sangre las figuras, aunque de fondo permanecía una cuestión inquietante: ¿por qué calla Dios? ¿Por qué permanece indiferente ante el sufrimiento del mundo? Medio siglo más tarde, la Teología de la Liberación surgió precisamente en Latinoamérica para intentar dar respuesta a este silencio; desde un planteamiento, eso sí, muy distinto al europeo.

La fe, en la Europa arrasada por la II Guerra Mundial, enfrentaba problemas propios y singulares. Por un lado, el pensamiento ilustrado llevaba tiempo carcomiendo desde dentro los principales dogmas católicos. El ateísmo se extendía impulsado por el modernismo y los avances científicos. En los países comunistas se privaba a los ciudadanos del derecho a la libertad religiosa. El espíritu burgués parecía haber llegado a su fin, al menos en una parte del continente. Además estaba la cuestión central del Holocausto. “Escribir poesía después de Auschwitz es un acto de barbarie”, había dicho el filósofo de la Escuela de Frankfurt Theodor W. Adorno. Algunos teólogos, como el mártir del nazismo Dietrich Bonhoeffer, empezaron a reflexionar sobre el significado de la muerte de Dios. Una enfermera holandesa, Etty Hillesum, anotó en su diario del campo de Westerbork que si Dios no actuaba para salvar a los judíos era porque tal vez no tenía poder para hacerlo. A nivel político, esa Europa en ruinas  se apresuró a olvidar el pasado. En Postguerra, el historiador Tony Judt explica de qué modo un nuevo pacto entre las distintas clases sociales –el Estado del Bienestar– ayudó a construir una sociedad mejor. Pero la Iglesia de Pío XII se sentía incómoda ante muchos de estos cambios culturales. La respuesta  del nuevo papa Juan XXIII fue convocar un Concilio que llamaba al aggiornamento (la puesta al día) del catolicismo. El latido del mundo y el de la Iglesia tenían que marchar de nuevo al unísono. Tras el desastre de la guerra, el final de los cincuenta y la década de los sesenta fueron una época de optimismo general y de profundas transformaciones.


Aunque su entusiasmo se ha apagado, todavía puede ofrecer respuestas a los desafíos de la Iglesia en Latinoamérica


Sin embargo, la perspectiva del Tercer Mundo no coincidía exactamente con las cuestiones autorreferenciales que marcaban el debate europeo, sino que hacía hincapié en algo mucho más concreto e inmediato: la miseria y el hambre. En los años cincuenta, algunos académicos e intelectuales latinoamericanos, entre los que se encontraban Eduardo Galeano y el pedagogo brasileño Paulo Freire, empezaron a desarrollar la llamada Teoría de la Dependencia, en la que se acusaba a los países del norte de establecer una relación de dominio estructural sobre el Cono Sur. La influencia de esta teoría fue enorme en la región, hasta el punto de convertirse en el marco referencial de la reflexión política, filosófica y teológica de la época. Incluso el papa Pablo VI, en su encíclica Populorum Progressio de 1967, ahondaría en la doctrina social de la Iglesia para acercarla más a los intereses y necesidades de los pueblos del Tercer Mundo. Al año siguiente, un joven teólogo formado en Lovaina, Gustavo Gutiérrez, pronunció una charla en el puerto pesquero de Chimbote, Perú, donde se esbozaron los primeros trazos de la Teología de la Liberación. Meses más tarde se reuniría la II Conferencia del Episcopado latinoamericano en Medellín, donde Gutiérrez participó como consultor. Fue un acontecimiento clave. En consonancia con el espíritu del Concilio, de allí surgió una Iglesia latinoamericana deseosa de ser “signo e instrumento” de salvación en el mundo, una Iglesia que quería ser “experta en humanidad”, como había preconizado Pablo VI ante la ONU, y que estaba dispuesta a pensar y a actuar desde las categorías centrales de los pobres.

teologia-liberacion-daniel-capoLa pregunta por la miseria suponía plantear de nuevo la cuestión del silencio de Dios. “¿Cómo hablar de Dios como Padre en un mundo inhumano?”, se interrogaba Gustavo Gutiérrez. ¿Cómo predicar a los desheredados un Evangelio de amor cuando Dios permanece callado ante los crímenes? ¿Y acaso ese silencio no suponía también una grave acusación en contra de la Iglesia? Influidos por los teóricos de la Dependencia y utilizando las nuevas herramientas analíticas de las ciencias sociales, donde las categorías marxistas desempeñaban un papel preponderante, un buen número de teólogos latinoamericanos se apresuraron a seguir la línea abierta en Medellín. Entre ellos destacaban nombres como los del propio Gustavo Gutiérrez, Hugo Assmann, Juan Luis Segundo, los hermanos Boff o el protestante Rubem Alves. Y su respuesta –hay que decir que con desarrollos posteriores dispares- se articuló sobre una doble ruptura: por un lado, con el pensamiento tradicional europeo que soslayaba la realidad del Tercer Mundo y, por otro, con la dominación ideológica y económica que ejercían las “potencias capitalistas” sobre la región. Muy pronto, esta “opción preferente por los pobres” daría sus mártires, como monseñor Romero en El Salvador. Algunos sacerdotes y religiosos escogieron la lucha guerrillera, aunque no fue un hecho generalizado. Tampoco debemos olvidar el contexto de la época, definida por la Guerra Fría, la revolución cubana y la radicalización de la izquierda. Y, en esa coyuntura, la Teología de la Liberación se presentó a sí misma como una teología encarnada en la realidad concreta de los países latinoamericanos, atenta “al sufrimiento, la lucha y la esperanza de los pobres” -en palabras de Phillip Berryman, autor de una obra referencial sobre el tema- y dispuesta a realizar “una crítica de la sociedad y de las ideologías que la sustentan, además de una crítica de la actividad de la Iglesia y de los cristianos desde el punto de vista de los pobres.” Ya a mediados de los años 70, el Vaticano empezó a sentirse incomodo con la deriva eclesial que se vivía en Latinoamérica.

Pero el choque frontal con la Sede Petrina no llegaría hasta el pontificado de Juan Pablo II. Se ha escrito mucho acerca de una posible alianza entre Karol Wojtyla y Ronald Reagan, pero hoy sabemos que ese acuerdo, si existió, fue mucho más matizado de lo que una interpretación apresurada podría dar a entender. Tras rastrear a fondo los archivos recientemente abiertos de la Administración Reagan, la profesora Marie Gayte ha argumentado, en un largo ensayo publicado en The Catholic Historical Review, que la relación entre ambos Estados distó de ser perfecta y que, en todo caso, la Santa Sede siguió su propia agenda, sin doblegarse a los dictados de la diplomacia estadounidense. Sí que se dio, en cambio, una evidente convergencia de intereses, sobre todo en lo que concernía a la lucha contra el comunismo. En este punto no debemos olvidar la biografía del Papa polaco y su experiencia del mal totalitario. Preguntado al respecto, Joseba Louzao, profesor del Centro Universitario Cardenal Cisneros y especialista en la historia contemporánea del catolicismo, me puntualiza que “Juan Pablo II leía la realidad desde el prisma de su cosmovisión polaca, en la que el concepto de resistencia nacional y fe se confundían. Eso sin desdeñar la experiencia del 68 en las facultades alemanas que para Joseph Ratzinger fue especialmente dolorosa”. Esa doble vivencia –en un caso y en otro– quizá explique la dureza con que el Vaticano reaccionó ante los experimentos de la  Teología de la Liberación: todo lo que oliera a marxismo en la Iglesia debía ser cercenado. En un conocido documento emitido en 1984, la Congregación para la Doctrina de la Fe hizo ver el riesgo de alimentar una religiosidad basada en una redención exclusivamente social. Si la lucha de clases constituye el motor de la Historia, subrayaba el cardenal Ratzinger, entonces la violencia es el motor de la humanidad. Inmediatamente algunos teólogos latinoamericanos fueron silenciados y a otros se les exigió que aclararan ciertos puntos discutibles a los ojos de Roma. La batalla fue cruenta; pero, analizada a posteriori, queda patente que, incluso entonces, hubo matices significativos. En una entrevista realizada en 2012 para The National Catholic Reporter, el jesuita alemán Martin Maier, que vivió en El Salvador el asesinato de sus compañeros de la UCA, explicaba que la posición de Juan Pablo II se fue modulando a medida que iba adquiriendo una mayor comprensión de las dinámicas universales de la Iglesia. “En 1986 -observa Maier-, la Congregación para la Doctrina de la Fe publicó una segunda instrucción que suavizaba la anterior de 1984. Entiendo que Juan Pablo II, entre otros, impulsó este nuevo documento al mismo tiempo que envió una carta a los obispos brasileños en la que aceptaba que, bajo ciertas condiciones, la Teología de la Liberación no resulta sólo necesaria sino valiosa”.  Posteriormente, en 1996, Joseph Ratzinger y Gustavo Gutiérrez se encontraron en una reunión de teólogos en Alemania y se estableció un diálogo franco entre ambos. “También la comprensión mutua –apostilla Maier– creció”. En ese intervalo de diez años había sucedido un hecho muy importante, seguramente impredecible a principios de la década de los 80: la caída del Muro de Berlín y de la utopía del socialismo real. De nuevo, el contexto de la época volvía a cambiar y el marxismo, como alternativa política, dejaba de ser un peligro.


«Todavía tiene mucho que ofrecer como respuesta a los nuevos desafíos que presenta la globalización»


La llegada de Benedicto XVI, tras la larga agonía de Juan Pablo II, supuso en cierto modo una puesta al día del legado wojtyliano. Quizá el factor clave para el análisis de su breve pontificado sea un concepto acuñado por el vaticanista John L. Allen: “ortodoxia positiva”, o también “ortodoxia en afirmativo”. Benedicto fue sobre todo un papa magisterial, obsesionado por delimitar la identidad católica contra los vientos del relativismo cultural. Para ello propuso abrir un diálogo con el mundo ateo y agnóstico a través del llamado “Atrio de los gentiles”, al mismo tiempo que buscaba subrayar los aspectos más atractivos de la fe cristiana antes que sus componentes rigoristas. En estos años y, al igual que había sucedido con Juan Pablo II, la doctrina social de la Iglesia endureció su crítica al capitalismo sin escrúpulos y empezó a anunciar una teología del medio ambiente. Benedicto XVI fue, sin duda, un pontífice preocupado por Europa y sus problemas. En su primera encíclica enfocó la sexualidad como una forma de amor. En el Bundestag alemán reflexionó sobre los fundamentos morales de la democracia. En Auschwitz habló del silencio de Dios, un tema que le torturaba desde que, en su juventud, escribiera sobre el Sábado Santo –el día de la “muerte de Dios”– comparándolo con la situación desesperanzada del hombre de hoy.  En el Santuario de Aparecida, en Brasil, ante la Conferencia de obispos latinoamericanos, señaló que la opción por los pobres se encuentra en el corazón mismo de la fe cristiana. La Conferencia de Aparecida se convirtió en una reflexión renovada de lo iniciado en Medellín. Y, esta vez, el papel del cardenal Bergoglio en la redacción del documento final fue crucial. Cierta convergencia entre ambas orillas empezaba a tener lugar.

“No deja de ser paradójico –me comenta Joseba Louzao– que el hombre llamado a normalizar la relación de Roma con la Teología de la Liberación sea el cardenal Müller, el sustituto de Ratzinger al frente de la Congregación para la Doctrina de la Fe, y, sin duda, el más ratzingeriano entre los teólogos alemanes”. Pero al mismo tiempo Gerhard L. Müller, el poderoso cardenal que dirige la edición de las Obras completas de Benedicto XVI, no sólo es un profundo conocedor de la Teología de la Liberación, sino además un hombre muy cercano a Gustavo Gutiérrez, con quien ha escrito conjuntamente un libro titulado Del lado de los pobres. “La teología de Gutiérrez –declaró en Lima el cardenal Müller–, al margen de cómo se la considere, es ortodoxa”. Lo que indica el modo como se han ido asumiendo en el seno del catolicismo algunas de las claves hermenéuticas de aquellos jóvenes sacerdotes latinoamericanos. Conceptos como “estructuras de pecado” –para referirse a los marcos sociales que conducen a la explotación y la violencia– o “comunidades de base”, los cuales existían anteriormente pero que adquirieron un perfil distinto tras esta experiencia, ya forman parte del acervo de muchos creyentes, como también la “opción preferencial por los pobres”.

La teología del pueblo

Finalmente, con la llegada de Francisco a la sede de Pedro, se impuso una sensibilidad menos europea y, en este sentido, más imbricada en la realidad problemática del Cono Sur. Se ha dicho y se ha escrito que Bergoglio simpatiza con postulados revolucionarios, y es cierto que algunos de sus discursos, como el pronunciado en Bolivia durante el II Encuentro Mundial de Movimientos Populares, pueden leerse desde esa clave. Pero también se ha afirmado lo contrario, apelando a sus años como provincial de los jesuitas en Argentina. Al igual que con cualquier otro papa, no existen respuestas unívocas. Y tal vez la solución a este enigma se halle en un concepto, “el santo pueblo fiel de Dios”, que fue desarrollado en gran medida por la Teología del Pueblo, otra rama de la teología latinoamericana que asocia fundamentalmente a tres autores: Lucio Gera, Rafael Tello y el jesuita Juan Carlos Scannone. La Teología del Pueblo no habla de la lucha de clases utilizando categorías estrictamente socioeconómicas ni sostiene que una “minoría ilustrada” deba concienciar a la gente sobre cómo ha de pensar; más bien defiende que el pueblo cuenta con una realidad cultural y simbólica propias y que actúa con voz profética a lo largo del tiempo. Admirador de Scannone, en su credo más íntimo Bergoglio rehúye el paternalismo de los intelectuales y se apresta a escuchar la voz de los humildes. Según su biógrafo, Austen Ivereigh, es esta concepción de Pueblo, de raíz indudablemente romántica, la que proporciona a Francisco una hermenéutica de la reforma y de la unidad de la Iglesia más allá de las ideologías. Dejar que el pueblo se exprese y actúe con responsabilidad y sin miedo en la difícil coyuntura de la Historia, y convertir a la Iglesia en testimonio del amor cristiano constituiría la auténtica respuesta de Francisco al silencio de Dios: un silencio que, con su misterio y su escándalo, interpela a la esencia misma de la fe.


El principal oponente de las comunidades de base ya no es Roma, sino el empuje de las iglesias pentecostales y evangelistas


Entrados ya en la segunda década del siglo XXI, las diferentes teologías de la liberación esperan todavía su definitiva normalización. El camino recorrido, no obstante, ha sido largo. “Era inevitable que el entusiasmo temprano por la misma se apagase –observa Martin Maier–. Sus promesas fueron quizás exageradas. […].  Tal vez no progresó lo suficiente, al estar demasiado apegada a las categorías y el contexto teórico de los  años 60 y 70. Pero creo que todavía tiene mucho que ofrecer como respuesta a los nuevos desafíos que presenta la globalización”. Esta labor de ajuste a una realidad nueva, cambiante y poliédrica le corresponderá realizarla a una hornada de jóvenes teólogos, dispuestos a profundizar en el camino abierto por sus precursores. Una realidad, por cierto, la de Latinoamérica, donde el principal oponente de las comunidades de base ya no es Roma, sino el irresistible empuje misionero de las iglesias pentecostales y evangelistas, que predican una fe anclada en la prosperidad material y económica. Si el actual ritmo de conversiones se mantiene, resulta probable que en unas décadas la América hispana deje de ser un continente católico. Algo de lo que es perfectamente consciente el papa Francisco.

Artículo publicado en Ahora Semanal.

Daniel Capó

Daniel Capó

Casado y padre de dos hijos, vivo en Mallorca, aunque he residido en muchos otros lugares. Estudié la carrera de Derecho y pensé en ser diplomático, pero me he terminado dedicando al mundo de los libros y del periodismo.

1 Comentario

  1. Leí el otro día este artículo y me dejó desasosegado. Luego lo he ido pensando y ahora ya no sé si es es una especie de artículo-bomba, que se autodestruye: la Teología de la Liberación, así en bloque, presentada al principio como una especie de necesidad histórica salvadora, se autodestruye en el último párrafo: los evangélicos se llevan el gato al agua.
    Y, en un juego de cajas chinas, los argumentos concretos también funcionan como autobombas: Ratzinger ridiculizado como paranoico del 68 acaba venciendo «by proxy» en Müller, que reconoce a uno solo de todo ese magma supuestamente homogéneo: Gustavo Gutiérrez. Juan Pablo II furibundo anticomunista incapaz de distinguir fe de antocomunismo, resulta que dos años después cambia a lo contrario. Ya digo, todo el artículo lleno de elementos contradictorios que van autoanulando lo que afirmaba.
    Y la imagen inicial tambíén implota: la religiosidad al gusto postmoderno (¡no oleadas de sangre barroca, por favor!) acaba en el fin de la religión: los evangélicos vuelven a ganar otra vez. Qué cara de tontos se les debe de quedar a los de la Teología de la Liberación: hemos hecho un pan con unas tortas, pensarán, después de leer este artículo.

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