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La revolución franciscana ha supuesto una mayor gradualidad en el uso de las varas de medir. Las palabras gruesas y las acusaciones fuertes se reservan para el capitalismo global, los intereses de las multinacionales y el juego de los poderosos. Según Francisco la ambición desmesurada de dinero constituye el “estiércol del diablo”: un ídolo imponente que se alza contra la paz universal entre los pueblos. En cambio, con las dictaduras, los regímenes teocráticos o las llamadas “democracias autoritarias”, el Papa evita la confrontación directa y utiliza un lenguaje mucho más suave. Sandro Magister, vaticanista de L’Espresso, ha subrayado con evidente malestar este doble rasero del Papa. En China, por ejemplo, el Vaticano ha optado por un acercamiento blando a pesar de la falta de libertad y el encarcelamiento de obispos católicos. O en Venezuela, pese a la peligrosa deriva populista. “Impresiona también –observa cáustico Magister– el silencio de Francisco respecto a Cuba”. La Historia, sin embargo, transcurre a menudo por caminos empedrado de paradojas. Y no debemos olvidar que la isla caribeña representa el primer gran éxito diplomático del pontífice argentino.
La pregunta por Cuba consiste, por supuesto, en la necesidad de recuperar plenamente las libertades democráticas, empezando por los presos políticos. Si hace dos décadas, Juan Pablo II reclamó que el mundo y Cuba debían abrirse el uno al otro, hoy, tras el inicial deshielo con los Estados Unidos, la cuestión pasa más bien por superar la fractura nacional –incluidos los exiliados en Miami– y restañar las dolorosas heridas interiores después de medio siglo de castrismo. En este sentido, el papel que la Iglesia está llamada a desempeñar es el de tender puentes, tanto dentro de la isla como con el exterior, dada la influencia simbólica que todavía ejerce Cuba sobre el imaginario latinoamericano. Para esa labor, uno de los requisitos que Francisco ha puesto sobre el tapete sería la urgencia de terminar con el embargo económico que afecta al régimen de los hermanos Castro. En palabras de Pietro Parolin, Secretario de Estado de la Santa Sede, la diplomacia vaticana está convencida de que esta medida debe conducir “a una mayor apertura desde el punto de vista de la libertad y de los derechos humanos”. Y, por otro lado, ayudaría a deshacer uno de los múltiples nudos gordianos que dificultan la confianza entre el norte y el sur del continente americano. A los Castro, por su parte, se les exigiría un significativo apoyo a las conversaciones de paz entre el gobierno colombiano y la guerrilla de las FARC. En esa “diplomacia de lo imposible” que persigue Francisco, la partida se juega así a todos los niveles. La globalización, sencillamente, no admite los compartimentos estancos.
Un último apunte sobre la Iglesia en Cuba nos lleva a considerar su importancia en un país sin plenas libertades y, por tanto, carente de una sociedad civil articulada. No resulta del todo ilusorio pensar en el protagonismo que podría adquirir en un eventual proceso de transición. Tras las dos visitas papales de 1998 y 2012, la Iglesia ha ido recuperando un espacio creciente, hasta el punto de convertirse hoy en la principal organización no gubernamental del país. El catolicismo constituye, a pesar de su debilidad, un contrapoder interno frente al régimen. No cabe duda que una mayor apertura del castrismo se traduciría también en una mayor presencia de la Iglesia, con la responsabilidad que eso conlleva. Si la política es el difícil arte de la equidistancia, como sostuvo Josep Pla, Francisco parece decidido a situarse en un arriesgado cruce de caminos, entre la persuasión suave a los dictadores y la crítica feroz al capitalismo.
Artículo publicado en Ahora Semanal.
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