Leo en la revista The Atlantic que algunas ciudades de los Estados Unidos han puesto en marcha un programa enfocado a reducir el dramático abismo lingüístico que media entre los niños pertenecientes a familias de clase alta o media-alta y el resto. Desde que Betty Hart y Todd R. Risley publicaron en 1995 Meaninguful Differences, los estudios sociológicos no han dejado de confirmar que, cuantas más palabras escucha un niño en sus primeros cinco años de vida, mayores probabilidades tiene de terminar el bachillerato y de estudiar una carrera universitaria. Los informe PISA han constatado que el indicador más fiable del éxito académico consiste en saber si los padres han leído en voz alta a sus hijos de forma habitual –al menos cuatro veces a la semana– antes de iniciar la escolarización obligatoria, esto es, a los seis años. Las razones pueden ser diversas, pero el hecho es que la riqueza del vocabulario cuenta (y mucho) en el futuro de las personas.
El niño que ha crecido en una familia poco implicada en su educación escucha una media de seiscientas palabras por hora, frente a las más de dos mil que escucha el de una familia donde se lee diariamente a sus hijos. De acuerdo con The Atlantic, a los cuatro años el primer niño contará con un vocabulario de tres mil palabras, frente a las veinte mil del segundo. No se trata sólo de cantidad, sino que también hay un sesgo cualitativo: una mayor riqueza verbal coincide con el conocimiento de más construcciones sintácticas, una mejor comprensión lectora y, seguramente, una más elevada capacidad de atención. Los seguidores de las escuelas Montessori o Waldorf suelen referirse a la importancia de lo que llaman “la pedagogía de la escucha”: el placer de la narración, de los relatos orales y de los cuentos populares asienta la aptitud lingüística de los niños, además de enriquecer su imaginación moral. Pueblo del libro por antonomasia, los judíos saben desde hace milenios que las palabras constituyen el mejor legado que unos padres pueden dejar en manos de sus hijos.
Frente a esta evidencia, sorprende que en un país como el nuestro, definido por la magnitud estadística de su fracaso escolar, las autoridades educativas no remedien el notable déficit lector de los alumnos. En España se lee poco y mal. Quiero decir que se lee poco en las casas y se lee poco por lo general en los colegios. Las estadísticas bibliotecarias apuntalan estos malos datos en comparación con los países de nuestro entorno. Sin hábito lector, la curiosidad y la investigación se ven sustituidas por el sucedáneo de la respuesta memorizada; la comprensión cae y la capacidad de argumentación se debilita. Pensar que el uso de tabletas en el aula, las pizarras digitales o unos horarios escolares más amplios puedan suplir los beneficios de la lectura no deja de ser una ingenuidad asombrosa. Mientras que en infantil se siguen vendiendo programas para estimular la inteligencia de muy dudosa eficacia –o, al menos, poco contrastados científicamente, como sería el caso de la obsesión por la psicomotricidad–, el fomento de la lectura en voz alta permanece arrinconado en el desván de los olvidos. Los resultados académicos posteriores corroboran al milímetro este desinterés.
En Baleares acabamos de estrenar Govern de izquierdas, con un nuevo y remozado equipo al frente de la Conselleria d’Educació. Después de la desgraciada batalla del TIL, queda por saber hacia dónde van a encaminar el sistema educativo de nuestras islas, uno de los peores de España. Se hablará y mucho del aprovechamiento de las nuevas tecnologías, de la ratio alumno/profesor, de la aplicación –o no– de la LOMCE, de la atención a la diversidad, etc. No deberíamos olvidar, sin embargo, lo más obvio, que es el papel de la lectura en casa y en la escuela. Concienciar a los padres y a los maestros, dotar a los centros de buenas bibliotecas de aula y potenciar la red de bibliotecas municipales, marcar directrices claras en los objetivos curriculares, contar cuentos a diario en los cursos de infantil (y, aun mejor, en las escoletes), reforzar la comprensión lectora en primaria, enriquecer el universo lingüístico y moral de los alumnos me parece tan importante como todo lo anterior. Y seguramente lo es más.
Artículo publicado en Diario de Mallorca.
Recientemente, hemos presenciado una polémica de cariz nacionalista sobre si los niños de Extremadura tienen un iPad y los de Baleares no, como si regalar una trablet a cada alumno fuese a solucionar el problema educativo local. Otro tópico es presumir de haber aumentado el gasto en becas: más ruido que nueces, esa tampoco es la panacea. En vez de estudiar detenidamente las causas del problema y atajarlo de raíz, políticos (y profesores en defensa de su negocio) acuden a un único remedio: gastar más dinero. Y es que es más populista habar de iPads que de pedagogía.
Dictado y redacción
No puedo estar más de acuerdo con Daniel Capó. Y también con la respuesta de David. No se trata básicamente de dinero. Más que en mejorar la ratio de alumnos por profesor, habría que intentar prestigiar, y pagar mejor, la labor del profesor. Que ser maestro no fuera una ocupación de tercera categoría. Para el desarrollo intelectual de una persona, para generar inquietud cultural, es mucho más importante la labor de un maestro de escuela que la de un profesor universitario que nos dará clases durante un trimestre cuando tengamos veinte años sobre un tema muy específico. Finlandia es un ejemplo a seguir en este sentido.
De niño me eduqué en el único colegio que existía en un pueblo de poco más de 3.000 habitantes. El maestro que tuve, el mismo durante siete años, para todas las asignaturas, había empezado a ejercer la docencia antes de la guerra civil. Era una persona educada, culta, que imponía respeto. Siempre vestido con traje y corbata, incluyendo chaleco. Tras algunos años de exilio en Francia, ya próximo a la jubilación, volvió a su tierra en los años setenta. La educación que recibía en el pueblo, cuando la comparaba con algunos conocidos de la ciudad de Barcelona, a solo treinta kilómetros de distancia, era radicalmente distinta. Podría parecer atrasada o cuasi decimonónica.En los setenta ya empezaban a surgir los libros de fichas, las ediciones renovadas cada año de nuevos y abundantes libros de texto, uno por asignatura, que tan floreciente ha hecho a la industria «textil», tan ligada al poder político. Nosotros nos apañábamos, como libro de texto con una «Enciclopedia». Pero en la biblioteca del pueblo había suficientes libros para los que queríamos leer. Y nuestro maestro nos inculcaba el placer por la lectura.
Todos los días, de todos los años de la EGB, la primera mitad de la mañana, dos horas diarias, se dedicaba íntegramente a dos ocupaciones. En primer lugar, un dictado, leído en voz alta por el maestro, que iba ganando riqueza de vocabulario y dificultad ortográfica con los años. En segundo lugar una redacción, sobre un tema cualquiera, incluyendo alguno que estuviéramos estudiando, recitada también en voz alta por el alumno.. El resto de la mañana se dedicaba a la resolución de «problemas», para ejercitarnos en la aritmética y la geometría. Y por las tardes el maestro nos hablaba de historia, de ciencias, de geografía, de cualquier cosa que le pareciera de interés. De todo esto hace ya más de cuarenta años. Dudo mucho que, a pesar de que la ratio profesor alumno se habrá dividido notablemente desde entonces, probablemente por tres, en mi pueblo hoy los niños salgan con una mejor educación.
Porque hoy, ni hay dictado, ni hay redacción.
Josep Prats
Quería agradecer a David Solís y a Josep Prats sus lúcidos comentarios al texto. Subrayar dos cosas: en primer lugar, que en efecto no parece que la calidad educativa dependa en exclusiva de los presupuestos ni mucho menos de la ratio profesor/alumno, sino de algo más complejo y difícil de medir -o no- como son las viejas virtudes de la responsabilidad, el interés y el trabajo bien hecho. Un back to basics, por tanto. Pero en segundo lugar, no debemos olvidar algo que en mi opinión resulta crucial, como es el ejemplo personal, los modelos. Si Josep Prats recuerda con tanto cariño al profesor de su infancia es, creo yo, por dos hechos: la seriedad que desprendía en su vocación de maestro y el afecto personal por cada uno de sus alumnos. Uno puede saber las materias, aprenderlas, pero se «cree» en las personas, confiamos en ellas y, por tanto, exigimos de ellas. Que un profesor crea en las posibilidades del alumno y viceversa constituye la base primera de la educación. Y eso no depende de burocracias, métodos ni cuentas tanto como del carácter de las personas, sus principios, su vocación e interés y, por supuesto, su voluntad.