“Las imágenes son postales de la memoria”, escribió José Carlos Llop en La avenida de la luz, y las imágenes de los refugiados de Siria y de Iraq llegando a las fronteras de Europa –niños y mujeres, adultos y ancianos– son también recuerdos que nos retrotraen a otros éxodos terribles de la historia: los judíos huyendo del Holocausto, los republicanos españoles abandonando el país al terminar la guerra civil, los cubanos y los vietnamitas escapando del comunismo en patera o a pie… Son la consecuencia de un horror –el de la guerra– consentido en cierto modo por Occidente, tolerado entre una retahíla de amenazas y sanciones vagas, mientras el Estado Islámico crecía –y crece– masacrando a las minorías de Oriente Próximo, mayormente la cristiana, aunque no sólo la cristiana, como se ha podido comprobar. Con números aproximados, se habla ya de unos cuatro millones de refugiados, sobre todo procedentes de Siria y norte de Iraq. La presión en determinadas fronteras ha alcanzado niveles máximos, especialmente en Hungría –donde el ultranacionalista primer ministro Viktor Orbán utiliza la munición habitual del peor populismo europeo–, en Grecia, Italia o Turquía. Y no deja de asombrar la pasividad de algunos países –Brasil y muchas otras naciones iberoamericanas, EE.UU. y China– a la hora de asumir compromisos concretos e importantes, no sólo cosméticos. Los crímenes masivos contra la humanidad exigen respuestas globales, no la frívola comodidad del escapismo.
En Europa, nadie ejemplifica la responsabilidad como Angela Merkel, Mario Draghi y Gordon Brown, cada uno a su escala. El antiguo premier del Reino Unido Gordon Brown ha salvado a su país en repetidas ocasiones: la última vez al levantar el ánimo británico ante un referéndum suicida. Mario Draghi ha desempeñado un papel determinante en la supervivencia de la zona euro. Gracias a él, por ejemplo, España pudo evitar un rescate que habría sido ruinoso para nosotros. La timidez inicial de Merkel ha cedido su lugar a una figura política indispensable para entender el futuro de la Unión. Es ella quien ha defendido en primera persona la existencia de una Europa cohesionada frente a la tentación de dividirla en dos velocidades: ricos por un lado, pobres por el otro. Es ella la que ha exigido un compromiso presupuestario y reformista a cambio de la solidaridad alemana. Es ella, personalmente, la que doblegó las veleidades de Syriza en Grecia y los caros caprichos de Varoufakis. Es ella, en definitiva, la que a raíz de la crisis de refugiados se ha erigido en la auténtica líder de Europa, ya no sólo a nivel económico sino también moral. Estos días Alemania –en boca de Sigmar Gabriel, número dos del gobierno– ha declarado que va a acoger hasta 500.000 refugiados al año. Un esfuerzo que ningún otro país parece dispuesto a realizar. No, al menos, en esta proporción.
La política consiste en sumar realismo, responsabilidad y lealtad. Y esto es algo que los políticos españoles, tan obsesionados por el cortoplacismo, no han terminado de entender. Sin lealtad no hay confianza. Y sin realismo ni responsabilidad, la política se convierte en un juego bastardo de intereses o en una mera exhibición del escapismo cíclico de las ideologías. A ello hay que añadirle la valentía para tomar decisiones y asumir sus riesgos: el valor, digámoslo ya, que le sobra a Angela Merkel y del que carecen tantos y tantos otros gobernantes.
Artículo publicado en Diario de Mallorca.
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