Diplomacia

por | Ago 27, 2015 | Política | 0 Comentarios

Dos tradiciones antagónicas ilustran la política exterior norteamericana. La primera es el aislacionismo que se remonta hasta los primeros colonos de la nación. La segunda está embebida de un internacionalismo de rostro moral: el deber de transferir los valores de la democracia estadounidense al resto del mundo. Ambas tradiciones condicionan – en uno u otro sentido – las necesidades reales de la diplomacia. Para los defensores del aislacionismo, los Estados Unidos se edificaron como un baluarte de libertad frente a las persecuciones religiosas que asolaban Europa. Su interés se centra en la fortaleza interior, la prosperidad industrial y el mantenerse alejados de las corrientes de pensamiento foráneas que puedan adulterar la pureza de los orígenes. Creen que América es una singularidad cuyo tamaño, casi continental, unido a la riqueza de sus tierras y de sus gentes hacen posible que permanezca inalterada. Obviamente, se trata de una ficción como cualquier otra, que reniega de la verdad fundamental de Occidente, a saber: que el contacto con el exterior fecunda y enriquece a las sociedades abiertas.

Los internacionalistas sostienen la tesis contraria, aunque las bases sean las mismas. De este modo, extender las libertades democráticas constituye el deber asumido por los Estados Unidos con el resto del mundo. Sus fuentes políticas proceden de uno de los padres fundadores del país, el presidente Jefferson, además del frustrado proyecto de la Sociedad de Naciones del también presidente W. Wilson. El ámbito de influencia sería universal, porque la acción de gobierno se moviliza de acuerdo con los altos ideales que marca la moral. Así, resulta legítimo intervenir en Irak o en Afganistán, en Libia o en Bosnia, en Somalia o en Siria, no sólo porque entren en juego valores importantes para la seguridad nacional, sino, sobre todo, porque la dictadura, las guerras civiles o la matanza de inocentes resultan intolerables. De nuevo se cae en una especie de idealismo desconectado de las capacidades reales de la política, por poderoso que sea un imperio. Es el mismo error que cometen quienes confían exclusivamente en las instituciones, obviando el peso de la Historia y el carácter de los pueblos. Los grandes fracasos en política exterior se deben a esta especie de cuadrícula kantiana, como se evidencia en los difíciles procesos de transición que se están viviendo en Trípoli, Kabul o El Cairo. En ese inmenso fresco sobre la decadencia que firmó Gibbon, se nos advierte que ensanchar el espacio de actuación de los imperios trae consigo la semilla del desastre. Los ejemplos serían innumerables.

Dejarse guiar por las abstracciones suele ser un mal negocio, ya que los escenarios se imponen siempre a los apriorismos. Más vale ceñirse con fuerza a los principios, a los procedimientos, a las formas que modulan las utopías de la razón. Hace poco más de un año, Occidente aplaudió sin reservas las “primaveras árabes” que se sucedieron en la cuenca sur del Mediterráneo. Y había motivos para ello. Pero los procesos revolucionarios – por legítimos que sean – difícilmente se dejan regular por el patrón de las instituciones impuestas. Después de las matanzas de niños acaecidas en Siria, Obama ha ordenado al Pentágono que analice las posibilidades militares de una actuación en la zona. Sin embargo, quedan abiertos muchos interrogantes: ¿Cómo interpretarían en Oriente Próximo una intervención militar a gran escala de los Estados Unidos? ¿Qué papel desempeñaría Israel? ¿Y de qué modo afectaría a países como Irak, Irán, el Líbano o incluso Turquía, además de Egipto? ¿Se trata de enfrentamientos internos que deben solucionar, en primera instancia, los países árabes? ¿Y con qué otras opciones contamos? Honestamente no creo que nadie tenga respuestas para todas estas preguntas. Pienso, eso sí, que no hay soluciones prefijadas a los problemas de la política y que los fines deben estar subordinados a los medios. Y que el realismo, cuando no responde a intereses inmorales, constituye el primer punto de equilibrio.

Artículo publicado en Diario de Mallorca.

Daniel Capó

Daniel Capó

Casado y padre de dos hijos, vivo en Mallorca, aunque he residido en muchos otros lugares. Estudié la carrera de Derecho y pensé en ser diplomático, pero me he terminado dedicando al mundo de los libros y del periodismo.

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