En nuestro país, la respuesta a los problemas adquiere casi siempre un invariable tono monocorde. Digamos que la culpa de cualquier mal reside en el gobierno; en el mal gobierno, se entiende, que actúa como un basso ostinato de la vida pública española. Desde esta perspectiva, el país sería irreformable; la Transición, una farsa; el capitalismo, una conjura de las elites y la justicia, una mentira. Por supuesto, aquí entran en acción unos cuantos matices que obedecen a su vez a las distintas facciones ideológicas. Al igual que uno, en el campo de fútbol, se identifica con los colores de su equipo, la política responde a una lógica similar. Si se simpatiza con la izquierda, la culpa será del gobierno popular. Si, por el contrario, la brújula sentimental del votante bascula hacia el conservadurismo, el desastre se deberá a la izquierda con sus políticas equivocadas.
A ello se añade además una variable territorial en la geografía del enfado que apunta desde la periferia hacia el centro. Con o sin razón, el eslogan “Madrid nos roba” funciona como una espoleta de la indignación nacionalista y su propagación viral engrasa las maquinarias del voto. En sentido contrario, el gobierno acude también como último recurso a los socorridos “males del país”. Si la derecha recorta las prestaciones sociales, cierra empresas públicas, baja los salarios y beneficia a las elites, un gabinete socialista nos subiría el sueldo y reduciría la jornada laboral. Si sucede al revés y la izquierda ha dejado el país roto presupuestariamente, en recesión económica y con el paro por las nubes, la figura totémica de un presidente popular serviría para solventar el desaguisado sin grandes esfuerzos adicionales. Perdonen la caricatura que responde a los ribetes de pensamiento mágico propio de nuestro país. Así, una Cataluña independiente podrá subir las pensiones, mejorar las infraestructuras y acabar con el desempleo por arte de birlibirloque. O leemos que las islas Baleares no se encuentran entre las regiones con la renta per cápita más elevada de Europa por culpa del Estado central. En cambio, la escasa productividad del sur español se debería al exceso de financiación nacional, que acaba anestesiando la libre iniciativa de sus ciudadanos. La paradoja consiste en que el mismo argumento –en este caso, la financiación abusiva o deficiente de una comunidad autónoma– sirve para defender una cosa y la contraria, todo con idéntica convicción.
La lógica de la brocha gorda reacciona básicamente a los estímulos de los prejuicios, no a la firmeza realista del empirismo. En un país normal, los debates políticos aspiran a desarrollar pactos de largo recorrido. En Alemania, gobiernan en coalición los dos partidos mayoritarios. En Finlandia, un comité multidisciplinar de expertos lleva años perfilando un nuevo modelo escolar que reformará su ya exitoso sistema educativo. En Suecia, convive un sólido Estado del Bienestar con la amplia liberalización de los mercados, sin que las sucesivas administraciones de derechas e izquierdas alteren este acuerdo. Los países normales rehúyen los rifirrafes ideológicos, no porque descrean de las ideologías sino porque temen sus excesos, siempre perniciosos. Los países normales saben, sobre todo, que los gobiernos reflejan la calidad de sus respectivas sociedades y que difícilmente mejorarán la calidad de la materia prima inicial. Si en los informes PISA sobresalen los resultados de las escuelas finlandesas, quizás sea porque los padres se toman más en serio la educación, acuden con frecuencia a las bibliotecas municipales (en una proporción de 7 a 1 con respecto a España) y los maestros se dedican más a enseñar y menos a adoctrinar. Si las calles de las ciudades y pueblos alemanes están más limpias que las nuestras, quizás también se deba a una cultura cívica que se preocupa por respetar y conservar los espacios públicos. Si en España criticamos los onerosos impuestos con que se castiga a los contribuyentes, quizás se nos olvide que este dinero no sólo se pierde en las alcantarillas de la corrupción, sino que una parte considerable va destinada a alimentar las redes clientelares de las subvenciones. Los gobiernos son, por supuesto, responsables de las malas políticas; pero seguramente lo somos mucho más nosotros por no exigir debates informados ni pactos de largo aliento. En realidad, los políticos ofrecen exactamente aquello que les reclamamos. Ellos son nuestro reflejo.
Artículo publicado en Diario de Mallorca.
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