Ha pasado ya el ecuador de 2015 sin que hayamos arribado a ningún Finis Mundi. Ni Grecia ha sido expulsada del conjunto de Europa –si bien, con su deslealtad, ha hecho méritos para ello–, ni el euro se ha roto, ni ha llegado la república a España después de las autonómicas de mayo. De hecho, ha sucedido lo contrario: con la notoria excepción griega, la mayoría de economías de la UE han empezado a remontar. Se crea empleo, cae el déficit, las empresas globales incrementan sus beneficios, los salarios –aunque levemente– empiezan a subir, el turismo se encuentra en máximos. No es un mundo color de rosa, pero tampoco es el estercolero de la Historia.
En Imitació de l’home, Ferran Toutain, profesor de la Universitat Ramon Llull y traductor, señala con acierto que la característica principal de las ideologías responde a una lógica sin empirismo: una lógica emocional apegada en exceso a los movimientos de las masas. La frivolidad contemporánea ayuda a publicitar con éxito el discurso del desastre, la injusticia y el resentimiento, entre otras jeremiadas, por más que los datos demuestren todo lo contrario. Poco a poco, década tras década, los países emergentes entran en la rueda de la prosperidad global. Cada año, veinte millones de familias chinas adquieren un coche por primera vez y –como le gusta repetir a mi amigo Josep Prats– esto supone que, anualmente, sesenta millones de chinos entran a formar parte de la clase media, garantía de estabilidad, progreso y consumo. Desde su particular atalaya, la Bill & Melinda Gates Foundation asegura que, en unos pocos lustros, se terminará con las bolsas de pobreza extrema en el mundo, salvo países en guerra o casos particulares situados en el cuerno de África. La conciencia ecológica suma adeptos, no tan sólo entre los ciudadanos, sino entre los gobiernos y los líderes mundiales. Tras la firma de un pacto sobre la energía atómica, Irán y los EEUU aspiran a estabilizar, de una vez para siempre, la compleja región de Oriente Próximo. Con todas sus limitaciones, el euro constituye una garantía adicional de paz para un continente que se desangró dos veces durante el siglo XX. La ciencia, en definitiva, prosigue su avance, curando enfermos, salvando especies, colonizando el espacio, mejorando las comunicaciones, desentrañando el misterio del universo.
En realidad, nuestro problema no es el progreso sino la falta de progreso: gobiernos que no aplican políticas racionales, sino estrategias partidistas; empresas que rehúyen la competencia para cobijarse bajo la seguridad gremial de los lobbies; ciudadanos que compran las emociones a flor de piel de la propaganda política, en lugar de ponderar con detenimiento las consecuencias de sus actos y de sus decisiones. Yo diría que las sociedades racionales son aquellas que descreen de la impaciencia de la utopía para confiar en la perseverancia de lo posible. El continuismo carece del prestigio de la revolución, pero constituye la auténtica impulsora de la civilización: pactos educativos, pactos científicos, pactos constitucionales, sociales y económicos. Largo plazo en lugar de populismos; confianza en lugar de frentismo. A los cuarenta años de la muerte de Franco, España necesita continuidad democrática, respeto institucional a las leyes, reformas consensuadas y vocación internacional. Del mismo modo que, a los quince años de la introducción del euro, la UE necesita ahondar en la senda de la soberanía y las políticas compartidas. Y a mí no me cabe duda de que éste será nuestro futuro: dificultoso, pero firme.
Artículo publicado en Diario de Mallorca.
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