De acuerdo con un reciente informe publicado por la OCDE, las alumnas superan a sus pares varones en casi cualquiera de los parámetros educativos analizados. En las colegios, diríamos, no hay necesidad de cuotas femeninas. PISA constata que las chicas son más ambiciosas, trabajan mejor y repiten menos. En comprensión lectora, la diferencia entre los dos sexos equivale aproximadamente a un curso escolar. Se trataría de una ventaja competitiva que aparece en una edad temprana, ya que las niñas empiezan a hablar antes que los niños y los diferentes niveles de maduración solidifican esta brecha lectora.
La superioridad verbal en los primeros cursos de infantil y de primaria permite capitalizar la autoestima académica, en un contexto – el escolar – que está, además, básicamente dominado por mujeres. Como un clásico que se repite año a año, el análisis de los resultados PISA asevera que el último bastión del orgullo masculino lo siguen constituyendo las matemáticas, especialmente en campos como el de la orientación espacial o la geometría. De acuerdo con la neurocientífica Lisa Eliot – a quien debemos un ensayo fundamental al respecto, Pink Brain, Blue Brain – la mayor capacidad matemática de los muchachos podría tener una minúscula base genética, que se magnifica con la práctica del deporte – algo históricamente más habitual entre los chicos – y la afición por los juegos de construcción o de bricolaje. Eliot favorece la idea de que los colegios – y los padres – han de reforzar los previsibles puntos débiles de cada género, incentivando la lectura entre los niños y el deporte o los juegos matemáticos entre las niñas. La educación avanza, como casi todo en la vida, a partir de la experiencia. O lo que es lo mismo: por el método indiscutible de la prueba y del error.
Constatar la brecha de género sirve también para advertir el riesgo de la atomización social. Quiero decir que existen muchos otros abismos educativos: el que se abre, por ejemplo, entre los hijos de padres universitarios y los que no; entre aquellos que cuentan con una nutrida biblioteca particular en casa y los hogares faltos de libros; entre los que tienen acceso a una buen colegio (o a una buena universidad) y los que no cuentan con otras opciones disponibles. En una línea similar, la profesora de la Universidad de Harvard, Hilary Levey Friedman, ha desarrollado, en su libro Playing to win, el concepto del “capital competitivo de los niños”, centrándose en el papel formativo que juegan las actividades extraescolares. “La educación universitaria – escribe Friedman – constituye el elemento esencial de la reproducción de clases sociales”. Sin embargo, para el Premio Nobel de Economía, James Heckmann, esta cesura se inicia mucho antes, ya en la etapa 0-5, cuando se plantan las semillas de las principales habilidades no cognitivas, como el autocontrol, la perseverancia y la seguridad.
De todos modos, el componente crucial a tener en cuenta no es la perspectiva de género, ni el origen socioeconómico de las familias – aunque lógicamente se trate de factores muy importantes -, sino la calidad global del modelo educativo. Aquí se nos ha querido hacer creer que el fracaso académico español se explica por la mala financiación, cuando en realidad los presupuestos no son escasos, aunque la distribución del esfuerzo inversor pueda resultar muy mejorable. Pero sin un pacto político y social que sostenga un proyecto a largo plazo ni una reforma de los currículums que ponga al día las metodologías empleadas ni, en definitiva, una mejora real de la capacitación de los maestros y de los profesores, es difícil que España salga del furgón de cola. Al final, existe también una discriminación entre naciones que segrega países enteros, condenándoles a la irrelevancia en lo que podríamos denominar la economía de la innovación y del conocimiento. A unos meses vista de las autonómicas y a un año de la generales, el debate pendiente de la educación constituye, sin duda, una de las cuestiones centrales a dirimir en nuestro país. Un debate nunca bien planteado, utilizado como aspersor ideológico de los partidos políticos y parapetado por los rígidos intereses de un buen número de grupos de presión – de las editoriales de libros de texto a la universidad y los sindicatos. Si avanzamos a partir de la experiencia, salir del muladar en donde nos hemos situado parece un acto de sentido común. Sobre todo, cuando no es, no debería ser tan difícil hacerlo.
Artículo publicado en Diario de Mallorca.
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