En la antigua China, el sexo se regulaba según el difícil equilibrio entre el yin y el yang. Al menos, entre las clases aristocráticas. Al menos, en la cúspide imperial. Antes de copular con la emperatriz, el emperador debía guardar castidad durante cuarenta días si no quería perecer. Era una labor de disciplina y de contención necesaria para atesorar la suficiente energía vital antes de fecundar a la futura madre del heredero. La emperatriz, en cambio, contaba con un harén casi infinito de esclavos para saciar sus apetitos. En la India del yoga tántrico – para situarnos en un contexto geográfico no muy alejado del chino –, sucedía algo parecido: la retención seminal no sólo intensificaba el placer sino que alargaba la vida. La idea era que la sexualidad crea vida y que la vida pertenece a lo sagrado. Octavio Paz escribió páginas brillantes al respecto; aunque en un tono netamente moderno, el poeta mexicano habló también de la voluntad de retener las heces – el caso más conocido en la historia de la literatura sería el de Jonathan Swift – y, citando a Freud – ¿o fue a Lévi-Strauss? –, asociaba el estreñimiento con la avaricia exagerada. Dos ejemplos dispares: la sexualidad funda la vida; el estreñimiento, el capitalismo. El siglo XX, como pueden comprobar, ha dado para todo tipo de teorías. Algunas asombrosas; otras, no tanto.
En la Roma clásica la pulsión sexual enlazaba con el espanto y, de hecho, Pascal Quignard titulará El sexo y el espanto su ensayo más ambicioso. En él, Quignard sostiene que “la fascinación precede a la identidad”. Nos fascina lo imposible. Nos fascina la irrealidad. Nos fascina el misterio. Las ideologías se basan en una lógica similar. El nacionalismo funda su razón de ser en la ensoñación romántica de un país idílico y virginal. El comunismo plantea la utopía de una sociedad sin clases. El anarquismo sostiene las bondades inmaculadas de un mundo sin leyes. Vivimos y nos alimentamos de mitos que, al proyectar sus valores, fabrican la identidad; una identidad que se sustenta en las arenas movedizas del deseo. Pero regresemos a Quignard, que emplea el verbo “fascinar” en un sentido etimológico: “fascinus” – anota – es el falo erecto, con todas las connotaciones que forzosamente lo envuelven. Si en el lejano Oriente la sexualidad pivotaba entre los polos del yin y del yang, en Roma vendría definida por el dominio del hombre sobre la mujer y del señor sobre el esclavo. Jerarquías de fuerza y de poder. Concebido el matrimonio como un contrato, la esposa, por ejemplo, debía guardar fidelidad a su marido mientras fuera fértil, pero no más allá del ciclo ovulatorio. El vínculo entre el amor y la sexualidad no pertenecía a la Antigüedad y, de hecho, será con el cristianismo – y más tarde con los trovadores provenzales – que el ideal del amor cristalizará culturalmente: la complementariedad frente al dominio; la fidelidad a la promesa dada como garantía de la entrega mutua; la pérdida de la persona amada que se llora como un castigo infernal. Cada época refleja una luz peculiar, inmersa en un océano de claroscuros.
También la nuestra lo hace. La condición humana no cambia en el tiempo, pero la identidad se construye en gran medida mimetizando ideas. En La finestra discreta, el dietario recientemente publicado de Antoni Puigverd, se explica cómo la muerte de Dios llevó a sustituir las catedrales por los museos de arte contemporáneo. Después llegarían los chefs Michelin – ¿no es acaso Ferran Adrià el gurú de una religión? -, como antes había llegado el psicoanálisis, el existencialismo y las baratijas new age. Las nuevas creencias se suceden unas a otras. Se desgastan rápido. Pero esto también supone un retorno a la Roma crepuscular, donde cada instinto se acogía bajo la advocación de una divinidad. El nuestro es un mundo poliédrico donde regresan aspectos de la barbarie: Punta Ballena y la fractura constitucional. Es un mundo donde impera la sentimentalidad banal del nacionalismo, el odio y la sospecha; la corrupción institucional y la frivolidad. Es un mundo que se construye sobre nociones de fuerza y de dominio, en lo económico, en lo social, en lo político, en lo personal. Es un mundo donde rige la inmediatez de los deseos y su correspondiente satisfacción. El sexo y el espanto actúan como una metáfora de este tiempo. Y quizá también de todos los tiempos.
Artículo publicado en Diario de Mallorca.
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