Llegamos al fin de semana clave entre dudas e incertidumbre. De repente, parece como si hubiéramos entrado en un punto muerto, en un espacio frío y cortante, que permanecerá helado, al menos, hasta que pase el domingo. Mas mantiene la convocatoria de la “consulta participativa” a pesar de la decisión del Tribunal Constitucional, convencido de que el impacto político de una eventual suspensión de la autonomía resultaría muy superior a las consecuencias jurídicas de la votación. Busca un triple objetivo: ganar tiempo, cohesionar el soberanismo en torno a su figura – “el partit del President” – y, finalmente, internacionalizar un conflicto que es recibido con escasa simpatía en las cancillerías europeas. Estabilidad parlamentaria en Barcelona, quizás favorecida por el PSC de Iceta, y presión hacia Madrid de cara a unas negociaciones largas y difíciles, pero inevitables.
El 9N llega en el peor momento posible de la legislatura Rajoy, un presidente cuestionado ya, aunque sea sotto voce, desde sus propias filas. Los puntos álgidos del catalanismo suelen coincidir con una hipotermia española, como si ambas circunstancias estuvieran ligadas. Y seguramente lo están. Hay una lectura del mal español en clave endémica, que tiende a situar en Madrid – esa metáfora del poder – el origen de todas las taras nacionales: el caciquismo secular que seguiría presente en lo que los anglosajones denominan “capitalismo de amigos”. También se podría inferir un relato inverso que pasa por la rivalidad entre las elites de las dos principales ciudades españolas. Interpretaciones parciales en ambos casos. Ni el capitalismo de amigos es una peculiaridad española ni existe un Madrid corrupto frente a una periferia impoluta, sino más bien una estructura política general con deficiencias manifiestas que necesita ser reformada y puesta al día. Lo cual, por cierto, es muy distinto a la ensoñación de hacer tabula rasa. El reformismo verdadero arranca del pasado, trabaja con sus mimbres quebrados y mira hacia el futuro.
Regresemos a la crisis española que es también la catalana. De los tres pilares del buen gobierno – libertad, responsabilidad y equidad –, en nuestro país ninguno se libra de su punto débil. La crisis de la libertad coincide con el perímetro del clientelismo político, ya sea en forma de rigidez laboral, falta real de competencia o favores encubiertos a la gran patronal. La crisis de la responsabilidad se debe a la ausencia de una meritocracia efectiva, a la confusión de los derechos con las obligaciones, al desafío hacia las leyes en lo que tienen de sustrato común para la convivencia y también a la política oportunista, que no es sino uno de los rostros de la barbarie. La crisis de la equidad responde al fracaso de la democracia ante la pobreza, la marginalidad, el desempleo o la violencia. La cuarta revolución del buen gobierno – sostienen Micklethwait y Wooldridge – pasa por adecuar estos pilares a las exigencias del mundo de hoy.
Yo, desde luego, no sé qué va a suceder pasado el 9N ni si el enfrentamiento se va prolongar durante todo 2015, como hace prever el largo calendario electoral. Lo lógico es que la temperatura vaya moderándose poco a poco, a medida que la realidad se imponga. La realidad es un principio potentísimo, crucial. Lo saben Mas, Rajoy, las elites financieras y económicas, e incluso los populistas del “cuanto peor mejor”. Pero eso no excluye que, en esa nueva etapa, haya que actuar sobre los pilares de la libertad, la responsabilidad y la equidad, y que haya que hacerlo desde la altura de miras y no desde el cortoplacismo táctico. En el primer caso, el país habrá ganado mucho. Si no el descrédito seguirá ganando terreno. Y con él, la bancarrota moral.
Artículo publicado en Diario de Mallorca.
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