La política es una inmensa obra de teatro que exige mantener la tensión para no perder el apoyo del público. La política no es sólo eso, pero también lo es en parte. Lo cuenta Luuk van Middelaar, politólogo neerlandés y asesor principal de Herman Van Rompuy, en un ensayo fascinante, denso y cautivador que he leído y releído en diversas ocasiones a lo largo de este año: El paso hacia Europa. Drama, tensión, teatro son las palabras clave que se repiten a lo largo del libro. También prudencia, equilibrio, proceso, experiencia, prueba y error. En pocas ocasiones, sin embargo, nos encontramos con el término aventurismo, ese mal de cualquier época. De fondo, un éxito: el de la Unión Europea, la Europa que conocemos desde 1951, aquejada hoy del paradójico rigor mortis del consenso, de la falta de teatralidad en suma. Si lo trasladamos al marco español, constataremos que los ciudadanos no pueden vivir sólo de transacciones, de pesados reglamentos, de la apatía tediosa del día a día – la contabilidad de la vida, la letra bien hecha –, sino que demandan un trasfondo emocional que les convierta en partícipes de la memoria civil y colectiva. Anoten esta idea: un mundo formado por actores, narradores y público, en horario prime time; un mundo donde la palabra nunca va a ser inocente – ni lo es – porque refleja la lucha por el poder. La ficción, si se quiere, que alimenta la realidad, que la construye o la fragmenta, la destruye incluso. “Ningún proyecto político – escribe van Middelaar – puede anticipar la creatividad de la historia”; ni evidentemente su misterio, sus quebrantos o su crueldad. Subrayen otra idea central del libro: “La política es el manejo de la incertidumbre”. Puro Shakespeare. Puro teatro griego. La posmodernidad resulta más antigua de lo que creemos.
La Europa moderna nació tras la II Guerra Mundial como un empeño moral – la paz entre naciones hermanas – y como un espacio económico común. La España democrática surgió en la Transición como otro proyecto moral, asentado sobre el famoso discurso de Azaña en Barcelona – “Paz, piedad, perdón” –, y desde un horizonte democrático y europeo. Ambos relatos fueron en gran medida exitosos. La UE pasó de ser una pequeña comunidad de seis miembros dedicados fundamentalmente al comercio del carbón y el acero a conformar un enorme espacio transnacional que va de Lisboa a Helsinki, con una moneda común, un banco central y un cuerpo legal cada vez más cohesionado. España pasó de la dictadura a la democracia, recuperando libertades y rompiendo con el aislamiento del franquismo. En ambos casos, su éxito – con alguna excepción puntual – fue la desdramatización de lo político gracias a la abundancia de amortiguadores: el respeto a los procedimientos, a las leyes y a la voluntad cívica, en última instancia, de vivir según el acuerdo y el consenso.
Como todos los relatos, también éste tenía algo de inconsistente, a pesar de sus indudables frutos. Los intereses partidistas – y la consiguiente corrupción – fueron mermando la credibilidad de nuestras instituciones. Una burocracia mastodóntica alejó a las autoridades comunitarias del ciudadano anónimo. La crisis económica terminó por hacer colapsar muchas de las certidumbres europeas: la protección social, la estabilidad en el empleo, el pacto de confianza con los partidos políticos y con los distintos gobiernos. Se introdujo de nuevo el drama en la historia, lo cual no es necesariamente negativo – no siempre – en el sentido que maneja van Middelaar. De un ciclo de apatía ciudadana hemos entrado en otro donde el público llena los teatros, plantea preguntas, exige respuestas, introduce riesgos. El drama, sí, la tensión y la incertidumbre, el peligro y la creatividad. Todo esto también es política. Aunque el verdadero juicio, el último, “llegará el día de las elecciones”. Sólo ese día.
Artículo publicado en Diario de Mallorca.
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