Con la muerte de Jaume Vallcorba desaparece una de las piedras miliares de la edición en España. Era un hombre de cultura vasta y singular, afrancesada y centroeuropea, grave y hedonista a la vez. Como buen editor, sabía que los libros se necesitan unos a otros, que hablan entre sí y que, a veces, incluso se enzarzan en acaloradas discusiones. Como antimoderno, sabía que el secreto de una editorial – al igual que el de una biblioteca privada – reside en ese diálogo de siglos que apunta hacia el misterio de la belleza, la verdad y la dualidad del bien y el mal en la condición humana. Su vocación de artesano le emparentaba con los grandes maestros del pasado, que desconocían las pesadas servidumbres de la moda y aspiraban, simplemente, al trabajo bien hecho. El viejo lema metafísico “lo que es siempre es” podría ejercer de divisa para la editorial Acantilado, que situaba en Europa el articulado de su credo. Editor sin dogmas y lúcido empresario, Jaume Vallcorba supo convertir en viable un proyecto aparentemente quimérico que reflejaba una cultura y una curiosidad infinitas, más Old Europe que Happy England, más universal, digamos, que provinciano.
Aparte de sus tipografías exquisitas, la calidad peculiar de su papel y sus traducciones trabajadas, lo que más sorprendía del catálogo de Acantilado era su arrojo en un mundo de estrecheces económicas. Gozó de éxitos sorprendentes para cualquier otro que no hubiera sido él: de las Memorias de ultratumba, de Chateaubriand, a la Vida de Samuel Johnson, de James Boswell, por citar dos ejemplos memorables. La reivindicación española de la literatura polaca – y ahí surgen de inmediato los nombres de Adam Zagajewski y de Józef Czapski, de Zbigniew Herbert y de Andrzej Stasiuk – se lo debe todo a él, al igual que la recuperación de autores míticos como Stefan Zweig, Julien Gracq, Natalia Ginzburg, Joseph Roth o el anglo-argentino W. H. Hudson. Publicó auténticas rarezas, como las entrevistas y conferencias del director de orquesta berlinés Wilhelm Furtwängler o una especie de abecedario del piano, culto, breve, irónico y magistral, del músico moravo Alfred Brendel, que revelaba su amor por el gran repertorio de Occidente. Con Quaderns Crema – su sello en catalán – instauró un estilo que hizo de Quim Monzó, Sergi Pàmies y del añorado Gabriel Galmés sus señas de identidad. No creía en los premios literarios ni en las bondades de las subvenciones públicas, consciente de que se trata de abrevaderos de la mediocridad. Las obligaciones del poder con la cultura se resumen en la calidad del sistema educativo, la preservación del patrimonio histórico y el cuidado de las bibliotecas públicas, pero no deberían extenderse mucho más allá. Tal como ocurre en la arquitectura, en política a menudo menos es más. O dicho de otro modo, centrarse en hacer bien lo esencial es preferible a la proliferación burocrática y a los excesos intervencionistas de todo cuño, a mayor gloria de las elites políticas de turno.
Pero regresemos a Jaume Vallcorba y a su incansable labor editorial. En un mundo aquejado por la enfermedad de las tabletas, Acantilado demostró que es posible vender libros sin renunciar a la alta cultura y que la clave, en todo caso, pasa por el respeto a esa santa tríada que forman el escritor, el lector y el libro. Su empeño tenía algo del concepto boutique, ahora que está tan de moda hablar de los hoteles boutique, las gestoras ídem y los proyectos de autor. Para muchas de las pequeñas editoriales independientes que han surgido en España en estos últimos años – de Minúscula a Impedimenta, de Periférica a, en nuestro caso, Libros del Asteroide –, el ejemplo de Acantilado fue fecundo, por no decir indispensable. De fondo, estaba siempre Europa y su memoria, esa imagen en blanco y negro que compendia el claroscuro de la civilización burguesa. Que ese terreno común de la memoria ilustrada está llegando a su fin parece un hecho contrastado, lo cual, tal vez, alimentaba la nostalgia del mítico editor catalán por una Mitteleuropa que desapareció entre las dos guerras mundiales. “Deseo que vuelva mi emperador”, se lamentaba Joseph Roth, y somos muchos los que ahora desearíamos que no se hubiera ido Jaume Vallcorba, nuestro emperador. O, al menos, uno de ellos.
Artículo publicado en Diario de Mallorca
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