Sostenía Pío Baroja que no se pueden esperar grandes cosas de un pueblo que sólo dispone de un libro. Quizá se podría aventurar que tampoco cabe esperar mucho de las sociedades que persiguen una única idea, ya sea la grandeza descomunal de los monumentos, la igualdad por decreto o el enriquecimiento rápido. Como contraste el pueblo judío, para el cual la Biblia era un arcano a descifrar, un misterio ante el que cabría incluso el descreimiento, el escándalo o la duda. Me fascinan las identidades rotas que no es lo mismo que las identidades enfermas. Las primeras se alimentan de muchas voces; las segundas sólo desean imponer su fanatismo. Las primeras reivindican el valor de los límites, porque ninguna certeza resulta definitiva; las segundas ajustan la realidad a sus propios prejuicios, que no son sino el rostro del miedo y de la inseguridad. En una identidad rota cabe la paradoja de la inteligencia y de la fortaleza; en una identidad enferma sólo rastreamos las servidumbres de un deseo dominante, no su grandeza, no su originalidad.
La identidad es un punto de partida, no una meta; algo que puede ser modificado o enriquecido, no un bien que deba ser fortificado; un equipaje con el que emprender el viaje; no un tesoro que haya que custodiar. Me refiero, por supuesto, a la identidad individual; la colectiva, solo es una excusa para conseguir el poder.