Un país como Finlandia lleva años trabajando en la puesta al día de su sistema educativo. Para ello no se reúne a un consejo de políticos ni a un comité de expertos seleccionados por el ministerio de turnos, sino a un grupo de expertos seleccionados por las propias universidades. Se consulta a sindicatos y a la patronal, se estudian los datos de la neurociencia y de los informes PISA, se analizan otros casos de éxito, como el de Shanghai o el de Singapur. En uno de los documentos de trabajo, se sostiene que el modelo finlandés funciona razonablemente bien a la hora de fijar conocimientos en el alumnado, pero que falla a la hora de transmitir otras habilidades igualmente significativas, como el trabajo en equipo. Las palabras clave del futuro serían investigación, multilectura, creatividad y cooperación. Esto es: la habilidad de buscar información, analizarla, clasificarla y obtener resultados a partir de esa búsqueda. La equidad actuaría como un axioma indiscutible, al igual que el respeto al desarrollo cognitivo natural del niño y la atención temprana a la diversidad. En el salto de una economía industrial con ribetes más o menos clásicos a una definida por el conocimiento y la información, el mix equidad + calidad constituye un plus social que potencia el capital humano del país y, por tanto, su futuro. Si el siglo XXI responde a un know-how líquido y mutante, que exige una continua actualización, diríamos que los modelos educativos de éxito apostarán por la comprensión y la curiosidad más que por la mera acumulación memorialística.
De hecho, en un mundo cargado de información, las lecciones finlandesas adquieren toda su actualidad. La sobreabundancia de datos facilita la toma racional de decisiones sólo si se logra discernir el grano de la paja. ¿Quién valida la información? ¿Quién la clasifica adecuadamente? ¿Qué uso se le da? En contra de lo que algunos agoreros sostienen, la necesidad de unos medios de comunicación solventes y de prestigio se acrecienta con la llamada cultura digital. La capacidad crítica, por otro lado, sustenta la madurez de las sociedades, así como su capacidad para hacer frente a los cambios. En este sentido, el incremento del capital humano ayuda a manejarse en un mundo confuso y cambiante, en el que las grandes tendencias se aceleran con la velocidad de una epidemia viral. Una de ellas, quizás la principal, nos habla de una desbordante divisoria social que separaría a los ciudadanos capaces de rastrear, analizar y conectar la información de los que sólo actúan de forma gregaria. De este modo, el abanico de la lectura se amplía y surgen nuevos rostros del analfabetismo. En sociedades poco equitativas – o con grandes bolsas de fracaso escolar, como es la nuestra -, los efectos negativos sólo se pueden acrecentar con el tiempo.
La tecnología que mueve el cambio social traerá consigo una profunda transformación educativa y cultural. Si Internet constituye un instrumento democratizador, cabe preguntarse cuáles son los límites de esa utopía. Tyler Cowen ha sugerido con sensatez en su último libro Average is over que la cooperación entre máquina y hombre determinará el futuro del trabajo: análisis e intuición, datos y creatividad. Por eso mismo, ceder al dogma exclusivo de la hiperinformación no deja de ser una forma de ingenuidad tan peligrosa como cualquier otra. Todas las revoluciones llegan para quedarse. La lección finlandesa es que hay que saber adaptarse a ellas.
Artículo publicado en Diario de Mallorca.
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