En verano, Europa se vuelve mediterránea agolpándose en las playas y los festivales de música clásica –Lucerna, Bayreuth, Salzburgo, Glyndebourne– se suceden con vocación de gran balneario de la cultura, de sismógrafo, incluso, de los cambios políticos que están por llegar. En el Salzburgo de los años 30 – lo cuenta en sus dietarios el poeta Stephen Spender y el filósofo Isaiah Berlin en su correspondencia – la figura de Toscanini ejemplificaba la resistencia moral frente al ascenso del nazismo. En la década siguiente, ya fue Hitler quien utilizó el santuario musical de Bayreuth para proclamar la pretendida superioridad racial de los arios. De hecho, el eco del combate entre el Romanticismo y las doctrinas liberales, entre la primacía de las emociones y el fino ajuste de los equilibrios, resuena aún como un debate sin terminar. Dice Josep Pla en El quadern gris que lo que distinguía las tertulias de café en el pueblo o en la ciudad, era que en las primeras se tendía a los juicios abstractos y definitivos mientras que en las segundas primaba una casuística pragmática. A otra escala y de otro modo es algo completamente actual, ya que las exageraciones disfrazan la naturaleza humana y la ahuecan por dentro.
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