A principios de los noventa, los modélicos países del norte pasaban por ser el enfermo de Europa. Fukuyama había decretado el fin de la Historia, con la hegemonía del neoliberalismo. El este se desintegraba tras una Perestroika que aceleró todos los cambios. La poderosa Alemania Federal de Helmut Kohl se unificaba con la empobrecida Alemania Democrática y Bonn daba paso a Berlin como capital del nuevo Estado. Thatcher, ya en el tramo final de su carrera, observaba con desconfianza los movimientos que se producían en el corazón de Europa. No era la única, pero en todo caso se trataba de un temor arraigado en la historia reciente del siglo XX. Thatcher y Reagan eran los triunfadores y el mundo se aprestaba a imitarlos. Las privatizaciones de las empresas públicas se impusieron bajo el lema de “capitalismo popular”.
La desregulación se extendía con fuerza y los actores financieros empezaban a juguetear con todo tipo de nuevos productos. En ese marco de optimismo general algunos países comenzaron a sufrir más que otros. Por motivos dispares, las viejas potencias industriales del norte de Europa entraron en una crisis profunda. La Alemania unificada se vio obligada a gestionar la pesada herencia económica y cultural del comunismo, lo cual se traduciría en una década larga de ajustes y bajo crecimiento. Finlandia perdió el mercado ruso, esencial para sus intereses. Aunque en ningún lugar la crisis fue tan dura como en Suecia, el paraíso socialdemócrata de los años sesenta y setenta. La productividad de sus empresas caía, el déficit público se incrementaba por encima del 10%, las multinacionales se subastaban al mejor postor y, sobre todo, la banca recordaba a un queso gruyer. La herencia del Estado del Bienestar, construido a lo largo de medio siglo y que constituía el orgullo de sus ciudadanos, mostraba entonces un arsenal de limitaciones que no presagiaba nada bueno. La ortodoxia del FMI se apresuró a sugerir la alternativa de reducir el Estado y frente a la solemne industria pesada del pasado, los estrategas elogiaban el creciente dinamismo internacional de la ingeniería financiera. Cada época corre tras sus prejuicios, a menudo con una pulsión ciega; pero el gobierno sueco, dirigido por el conservador Carl Bildt, adoptó sus propias medidas, sin otro tutelaje que un doble pacto – transversal e intergeneracional – con la sociedad. Con matices, el resto de las naciones escandinavas, además de Alemania, impulsaron reformas similares, alejadas del dogma estricto del neoliberalismo. Hoy, su ejemplo se estudia en todo el mundo.
La clave de su apabullante éxito reside en que percibieron mejor que los demás países, la necesidad de reformar las administraciones públicas y la calidad en la gestión de los gobiernos. No privatizaron – esa solución de manual para todos los males -, sino que introdujeron elementos de competencia en el seno mismo de la burocracia. Al contrario de lo que sucede en España, los dirigentes políticos adoptaron sin pestañear las recomendaciones de los diferentes comités de sabios, vinculando sus propuestas con unos objetivos a largo plazo. El uso intensivo de las nuevas tecnologías les abrió el camino hacia la transparencia y la competitividad. De este modo, un ciudadano puede saber en qué se gasta el presupuesto público un concejal, cuáles son las notas medias en la selectividad – o los niveles de fracaso escolar – de un colegio determinado, los regalos que recibe un médico de las farmacéuticas o las tasas de infecciones hospitalarias en cualquier punto de la red médica del país. La apuesta por la libertad permitió ampliar los márgenes para que las escuelas apostaran por un proyecto educativo singular, a la par que se facilitaba – vía cheque escolar – la libre elección de colegio por parte de los padres. El seguro de jubilación se flexibilizó, ajustándose a los ciclos económicos y a la esperanza de vida. La sanidad sueca logró convertirse en la más eficiente del mundo en términos de coste/beneficio. Está visto que quitarse las anteojeras del corto plazo resulta una magnífica decisión.
Las lecciones para España son muchas, si bien yo me quedaría con sólo una: la evidencia de que nada es inevitable si los problemas se encaran con acierto, tiempo y rigor. El futuro siempre depende de nosotros.
Artículo publicado en Diario de Mallorca.
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