No recuerdo dónde he leído que la vieja guardia del PSOE – de Felipe González a Joaquín Almunia, por así decirlo – desconfía de los candidatos a la Secretaría General del partido. Preocupa la irrupción de Podemos y la profunda crisis que afecta al socialismo vasco y catalán. Preocupa la escasa experiencia de los dos candidatos en liza – Eduardo Madina y Pedro Sánchez, ya que a Pérez Tapia se le descarta –, así como su nulo discurso programático. Preocupa, en fin, que un PSOE a la griega pierda su condición de partido medular, capaz de articular el espacio de la izquierda moderna. El brete del socialismo español tiene mucho que ver con la figura del presidente Rodríguez Zapatero y con la deconstrucción del relato político que ha dominado durante estos últimos treinta años. Si el PSOE fue uno de los actores principales de la reinstauración democrática, ahora se enfrenta al desprestigio institucional que se ha asentado en nuestro país. Y lo hace, claro está, sin la cohesión – ni la capacidad de influencia – de quien ocupa el poder. La crisis socialista implica algo más que un proceso de descomposición como el que vivió en su día la UCD, ya que cuenta con elementos suficientes para presagiar el difícil porvenir del bipartidismo. Un PSOE capitidisminuido augura la realidad aumentada del pentapartito: Pablo Iglesias y Oriol Junqueras, Cayo Lara y Ada Colau. El asamblearismo, tan decimonónico, vuelve a estar de moda.
De todos modos, más allá del insustancial debate entre Madina, Sánchez y Pérez Tapia, el futuro del PSOE – si quiere tenerlo – exige que sea capaz de encarar los retos del siglo XXI desde la imaginación y la solidez de la inteligencia. Matteo Renzi es un buen ejemplo, aunque sólo sea por su acertado manejo del marketing político. En España, como en toda Europa occidental, se ha impuesto con fuerza una nueva cultura política que reclama transparencia y eficacia, ejemplaridad y dinamismo social, calidad en los servicios públicos e innovación empresarial. En este contexto de cambio, dos editores de The Economist, John Micklethwait y Adrian Wooldridge, han apostado en un reciente ensayo titulado The Fourth Revolution por ajustar el tamaño del Estado a las exigencias de la flexibilidad global: ceñir los derechos a los deberes, reciclar el capital humano, potenciar el papel de la sociedad civil, incrementar la eficiencia de la administración, equilibrar los presupuestos… La inteligencia pública no es un patrimonio de la derecha ni de la izquierda y los aciertos los encontramos en las dos vertientes del espacio ideológico. En clave interna, la socialdemocracia debería enfocar su mirada hacia el Norte – Escandinavia o Canadá – antes que hacia el Sur – Venezuela o Bolivia -.
Para el imaginario más conservador sorprende la asociación del Estado del Bienestar sueco con el top ten de la competitividad. En Finlandia, el pacto educativo constituye un motivo de orgullo nacional. En Dinamarca, convive el despido libre con un generoso subsidio de desempleo. Canadá es otro exponente claro de la exitosa convivencia entre lo público y lo privado y, sobre todo, del diseño de políticas de calidad. Schröder logró que Alemania volviera a ser competitiva, sacrificando las expectativas electorales del SPD. Un PSOE llamado a ser referente de la alternancia en España debería asomarse a estos modelos de éxito, en lugar de coquetear con las tentaciones populistas, aunque eso suponga una inicial travesía por el desierto. Más que nada, porque si no lo hace el declive del partido puede ser irreversible. Lo cual nos situaría en un escenario difícil de prever.
Artículo publicado en Diario de Mallorca.
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