Hace unos años leí en un reportaje del New York Times que, entre los ingenieros de Silicon Valley, se había puesto de moda un colegio perteneciente al movimiento alternativo Waldorf. Entre el epicentro vanguardista de la I+D y el bucolismo rural y ecológico de los seguidores de Rudolf Steiner no mediaba nostalgia alguna de hippismo, sino una determinada concepción de las habilidades que reclama el futuro. En lugar de que sus hijos jugasen con pizarras digitales y Ipads, estos padres querían que lo hicieran con construcciones de madera, que disfrutaran cuidando un jardín y que les enseñasen a amasar el pan o a preparar su comida. El énfasis no se situaba en la asimilación acelerada de contenidos académicos, sino en el cultivo de la imaginación, la creatividad y la empatía social. De este modo, en la pedagogía Waldorf no es inusual que los alumnos se pasen horas manipulando juguetes rotos o que se apliquen durante meses en proyectos artísticos que ellos mismos han diseñado o que, antes de aprender a leer, se centren en la narración de cuentos y relatos, con los que se trabaja la rara virtud de la escucha. La paciencia del esfuerzo es otro valor que se fomenta frente a la experiencia inmediata de la tecnología. Por supuesto, una imagen puede valer más que mil palabras, pero las habilidades que se ejerciten no serán idénticas. Los niños, por ejemplo, son grandes imitadores sociales que se educan intentando simular el comportamiento y las emociones de las personas con las que conviven. ¿Hasta qué punto la exposición temprana a Internet – de los juegos online a las múltiples redes sociales – ayuda en este proceso de aprendizaje? Más bien poco. Así, para el psicólogo Daniel Goleman, que popularizó la noción de Inteligencia Emocional, “por más horas que pasemos en línea, nuestro cerebro social apenas recibe información, con lo que los circuitos neuronales [de la empatía] acaban marchitándose”. Las interconexiones virtuales nos ofrecen un horizonte tasado que empobrece la socialización, no porque sean malas en sí mismas sino porque resultan insuficientes. La lección de los ingenieros de Silicon Valley es, sin duda, que nada sustituye a la experiencia real.
Lo cierto es que la tecnología está transformando de un modo drástico la cultura en que estamos inmersos. Hace unos días, el periódico británico The Guardian preguntaba a la conocida como Generación Y – la de los jóvenes nacidos en las décadas de los 80 y 90 – acerca de las características que la definen. Entre las respuestas se imponía la conciencia de vivir permanentemente conectados aunque incapaces de comunicarse, además de pasar buena parte de su tiempo en línea pero no en la vida real. Las posibilidades de la red aseguran una gratificación instantánea que se suma a una insatisfacción cuantificable, lo cual también tiene que ver con la perseverancia. La intimidad digital se explota y se analiza como un metadato biográfico que puede ser utilizado a favor o en contra de nosotros. La hiperinflación de fuentes informativas – no siempre fiables – se traduce en la dificultad para orientarse en medio de un magma que multiplica a diario sus contenidos. Parece una verdad irrefutable que el mundo se mueve más rápido de lo que somos capaces de asimilar.
Los ingenieros de Silicon Valley que optan por una infancia poco tecnológica y los jóvenes de la Generación Y, que se han criado ya en la era digital, representan dos formas distintas de enfrentarse a los desafíos del cambio. Combinar la formación clásica (ser experto en un campo profesional) con la excelencia del futuro (gestión cualitativa del conocimiento y capacidad de resolución de problemas), unido a una alta motivación personal, trazará la ruta de la selección laboral, educativa y social. Pero la inmersión digital, por sí misma, no garantiza de ningún modo esa excelencia combinada de la que hablamos. Más que en los excesos la verdad suele situarse en el justo medio, que es el espacio natural del matiz y de la ponderación. Y no creo que ninguna experiencia tecnológica – por muy valiosa que sea – pueda sustituir el trato cotidiano con la realidad.
Artículo publicado en Diario de Mallorca.
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