Si no el último de los grandes mitos de la dirección orquestal, Claudio Abbado fue el referente de una nueva estirpe. Su pulso era asombroso; su dirección, precisa; el gesto, de una belleza única, conjugaba la elegancia del sable con la finura expresiva de un humanista. No era un místico como Furtwängler, ni un filósofo como Celibidache, ni un romántico como Klemperer, ni un intérprete sentimental como Bernstein, por citar a algunos de los divos del siglo XX. Su concepción del sonido encajaba con el objetivismo de Toscanini, desde una originalidad que miraba hacia el futuro. En su caso, primaba menos la gran cultura clásica – a la cual, desde luego, no desdeñaba – que la atmósfera de la posguerra con sus ansias de vida, justicia y libertad. Sus interpretaciones carecían, en ocasiones, de profundidad, pero nunca de latido o de sentido humano. No detenía el tiempo, sino que dejaba que la composición fluyera con naturalidad, unas veces con ira, otras con pasión, a menudo subrayando sencillamente la suavidad de las voces.
Sus músicos hablaban de él con devoción. En cambio, no aceptaba que le idolatraran como si fuera un dictador: “Mi nombre es Claudio”, les espetaba cuando le llamaban “maestro”. A las orquestas les exigía, ante todo, que aprendieran a escucharse los unos a los otros, buscando el espíritu camerístico de cualquier partitura. Creo que nadie puede dudar de la precisión analítica de su inteligencia ni de su vocación humanística. Nacido en el seno de una familia de artistas, culta y burguesa, Abbado nunca se desligó de su compromiso político con la izquierda y, tras el cáncer de estómago que sufrió a finales de los noventa, dedicaría sus últimos esfuerzos a trabajar con orquestas noveles que él mismo dirigía y apadrinaba. En una ocasión, tras un concierto en La Scala de Milán, solicitó que no se destinara su sueldo a engrosar una cuenta corriente sino que con él se plantaran noventa mil árboles. Pensaba con razón que el porvenir de Europa no se puede disociar de la cultura y que la ciega devoción al dinero o al poder destruye los sedimentos de la moral y del arte.
Los mejores momentos de Claudio Abbado se encuentran al inicio y al final de su carrera. Fue un extraordinario recreador lírico y sabía conceder a las operas una intensidad sobrecogedora. Perdurarán en la historia las grabaciones del Simon Boccanegra – junto a José Carreras y Mirella Freni -, del poco habitual Macbeth verdiano y de la Carmen de Bizet que registró en Edimburgo con Plácido Domingo y Teresa Berganza. Recuerdo con pasión juvenil el Concierto para piano en sol mayor de Maurice Ravel, en el que dirigió a una volcánica Martha Argerich. Ni su Beethoven ni su Mozart son puntos culminantes en la carrera del director milanés, al contrario de lo que sucede con Gustav Mahler, con cuyas sinfonías sintonizaba de un modo especial. A él se dedicó con esmero en los último años de su vida, desde la atalaya del Festival de Lucerna. Allí, verano a verano, acudían amigos del maestro, jóvenes estudiantes y solistas de medio mundo para ofrecernos lo que podemos considerar el testamento último de Claudio Abbado: un Mahler visto al trasluz de una trascendencia agnóstica, misteriosamente esperanzada, a pesar del gimoteo continuo del sufrimiento humano. No creo que nadie que haya escuchado el último movimiento de aquella novena mahleriana con la Orquesta del Festival de Lucerna, pueda olvidarlo jamás. Todos los ingredientes del mejor arte se reunieron aquel día: la naturalidad y la elegancia, la belleza y la verdad, el desapego y la intensidad de una experiencia única. Descanse en paz.
Artículo publicado en Diario de Mallorca
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