Cuando la URSS todavía era la URSS y el totalitarismo era un espejismo de la perfección social, la libertad se refugiaba entre los muros del hogar y no mucho más allá de los estrechos pasillos de la amistad. La memoria actuaba como un anticuerpo de la mentira que, a su vez, constituía el reflejo ideológico del poder. La traición dictaba su condena a la vuelta de cualquier esquina; la verdad, en cambio, se escondía en los recovecos privados del alma, a resguardo – o eso creían – de la crueldad oficial. En su autobiografía Contra toda esperanza, Nadiezhda Mandelstam cuenta que ella conservó en su corazón los versos y los poemas destruidos por su marido, Ossip, poco antes de que muriera en Voronezh, para así salvarlos del olvido. Junto al sudario de la memoria, corrían de mano en mano los papeles que el régimen no autorizaba y que ningún escritor se hubiera atrevido a publicar. De este modo, la auténtica literatura circulaba en secreto por las arterias de la URSS como un testimonio del hombre y de la sociedad rusa y no de sus falsas y maniqueas apariencias. A esos textos clandestinos se los denominaba samizdat. Samizdat era la escritura secreta de las vidas secretas. Samizdat era la verdad y no la mentira.
En su correspondencia con Robert Phelps, el novelista James Salter se pregunta cuántas personas en Occidente llevan también una existencia samizdat, desconocida para una inmensa mayoría que sólo se deja adoctrinar por la oficialidad de lo políticamente correcto. Hasta hace poco tiempo, el propio Salter fue un escritor minoritario, a pesar de que algunas de sus novelas – pienso ahora en Años luz – ocupen un lugar central en la literatura de la segunda mitad del siglo XX. Pero no me interesa tanto considerar la posición de Salter – en todo caso, indiscutible -, como recalcar que la dignidad de una época poco tiene que ver con la ideología, sino con el lento peregrinar de un puñado de hombres que se empeñan en preservar el resto de una conciencia no adulterada.
El historiador John Lukacs acudió en una ocasión al municipio natal de Adolf Hitler para investigar si alguien había votado en contra del partido nazi en las elecciones de abril de 1938. Descubrió a unos cuantos héroes: un campesino, un sacerdote católico y algún que otro votante anónimo. Eran personas que se aferraban a unos principios, más que a unas ideas. Con el paso de los años, muchos de ellos fueron asesinados; otros tantos perdieron a sus familias o se les denigró vilmente. En apariencia, la sensatez desaconsejaba su actitud: ¿para qué poner en juego la vida a cambio de un fracaso seguro? ¿Por qué obedecer a la propia conciencia en lugar de acomodarse a la ideología imperante? Ya sea a favor o en contra del mundo, resulta sencillo actuar con el favor de los demás. Resistir, en cambio, supone de algún modo experimentar la soledad.
En las sociedades democráticas de nuestros días puede parecer absurdo hablar de la importancia de las vidas samizdat; no en vano, nadie muere por expresar sus ideas como ocurre bajo los regímenes totalitarios. Los peligros son, más bien, otros: la frivolidad o el sentimentalismo epidérmico de la política; la pluralidad silenciada en nombre del pensamiento único; o sencillamente la amnesia y la mentira como catapultas fundamentales de la propaganda. El fracaso se manifiesta en forma de falta de oportunidades, de puertas cerradas, de ninguneo. Una voz pública, de repente, enmudece bajo el peso aplastante de otra voz. En los círculos identitarios, la discrepancia se acalla porque la mera existencia del que es distinto molesta. Sin embargo, lo importante sucede allí donde alguien se atreve a denunciar que, tal vez, nuestras convicciones estén equivocadas, si es que las convicciones son realmente nuestras y no una impostura tan caprichosa como el buzoneo constante de la publicidad. La literatura samizdat nos protege de la mentira repetida incesantemente. Lo que no es poco, creo yo
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