¿Quién fue el último político español con glamour? Rajoy resulta un cortesano astuto y templado, cuyos gustos se mimetizan con los de la pequeña burguesía de provincias. Rodríguez Zapatero llegó al poder de rebote y, a pesar de apoyarse en los ideales del republicanismo cívico, fue percibido como un gobernante torpe e incapaz. Con el paso de los años, José María Aznar adquirió carisma al albur de la fortaleza de su carácter castellano y de la ola de prosperidad – en gran medida ficticia – que acompañó su reinado conservador. Pero el carisma no es sinónimo de glamour, como tampoco lo es el estilo, el lujo o la sabiduría que se presupone al anciano de la tribu. Alberto Ruíz Gallardón sería un político elegante; Zaplana, un nuevo rico sin clase; y Pepe Bono, un ejemplo perfecto del demagogo folclórico. La retórica hueca de Montoro tiende a la altanería, mientras que el prestigio de Rodrigo Rato se deshizo tan pronto como se marchó del FMI para recalar en Bankia. Rubalcaba pasa por ser nuestro Rasputín nacional, aunque no creo que nadie sea capaz de encontrar en él algún rasgo glamuroso. Para Tyler Cowen, glamour lo tenían Nelson Mandela, el primer Obama, la princesa Diana, Steve Jobs y los dispositivos Apple. Glamour quizás lo haya tenido Felipe González en su primer mandato, cuando Europa estaba a la vuelta de la esquina y la esperanza de todo un país se conjugaba en socialista. Por supuesto, pocas cosas perduran.
En la imagen del glamour “se canaliza el deseo de una vida desprovista de mediocridad”, apunta la ensayista Virgina Postrel en su reciente The Power of Glamour. La fantasía se une a la necesidad de distinción de los happy few. Una sucesión de percepciones idealizadas subliman la tediosa calderilla de la realidad. En Voces espirituales, el cineasta Alexsandr Sokúrov filmó el aburrimiento aletargado de los soldados rusos en la frontera con Afganistán, tan ajeno a la encendida retórica de la guerra. La firma de unos cuantos artistas y escritores – de Matisse a Bruce Chatwin – concedió a las libretas Moleskine un estatus de culto que va más allá de la nítida belleza de su diseño. Al adquirir un Mercedes o un Aston Martin el cliente apela al placer de la sofisticación. Durante décadas, la anglofilia de las clases altas mimetizó la refinada elegancia del gentleman frente al gusto germanizado de la clase media. El glamour, sostiene Virgina Postrel, actúa como una potente retórica de venta. Y reúne, al menos, dos características: por un lado, consiste en un espejismo que distorsiona la auténtica naturaleza del objeto; por otro, “no es algo que uno posea – no es el estilo, ni una cualidad personal ni una característica estética -, sino algo que se capta; no es algo que uno tenga sino aquello que se percibe. Vendría a ser la respuesta subjetiva a un estímulo.” Preservar el misterio resulta esencial, ya que su éxito depende de la fuerza evocadora de la fantasía y de la imaginación. Ahí caben el lujo y la distinción, el sex appeal y la libertad, la juventud y la belleza, el heroísmo y la ecología. De este modo, la proyección de las dinámicas del deseo constituye una energía universal.
El día en que el misterio se disuelve, el poder del glamour desaparece. Sucedió con Felipe González cuando la corrupción tocó de lleno a su gobierno. La Transición gozó también de una capacidad de persuasión, que fue difuminándose a medida que los sueños del futuro chocaban contra el muro de la realidad. Ahora se habla de una Constitución necesitada de algún que otro baipás, a pesar de que ha sido – y sigue siendo – la garantía última de las libertades y de la prosperidad de nuestro país. Cuando se sugiere la carencia de una narrativa, es el desengaño quien se revuelve contra la idealización de unas propuestas políticas de centro. Los símbolos del consenso se fragmentan con el ascenso de los nuevos populismos. Haríamos bien en no obviar el poder del glamour. Ni dejar sus herramientas en manos de los extremistas.
Artículo publicado en Diario de Mallorca.
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